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Sociedad y economía

Artículos


La esclavitud en España en la época de Carlos I

José Luis Cortés López



     El fenómeno esclavista en la sociedad española no ha suscitado mucho el interés de los investigadores, y causa extrañeza esta despreocupación por cuanto la esclavitud ha sido una manifestación más del entramado sociohistórico de España hasta su abolición formal en el siglo XIX. En los archivos nacionales, provinciales o locales nos encontramos con una abundante documentación sobre la figura del esclavo que nos permiten confeccionar su marco vital y el desarrollo de sus actividades. Situar los esclavos casi exclusivamente en el Nuevo Mundo, como si allí hubieran sido transportados sin haber pisado el suelo peninsular y sin que ninguno de ellos se hubiera quedado entre nosotros, es una trampa en la que no deberían caer los historiadores. Verdad es que la mayor parte llegada a América fue introducida directamente desde África, pero también los hubo que hicieron escala en España y otros se quedaron definitivamente aquí.

     En el ámbito peninsular, la esclavitud era practicada ya desde antes del descubrimiento, a veces de forma abierta y otras subrepticiamente, al amparo de las posibilidades que ofrecía la servidumbre dentro de una sociedad feudal. A partir de la segunda mitad del siglo XV, se fueron perfilando los caracteres netos de la persona del esclavo y se abandonaron las ambigüedades semánticas contenidas en los términos «siervo, cautivo, esclavo», entre los que no había fronteras definidas a la hora de precisar su identidad.

     Sin remontarnos a los tiempos clásicos, la primera ola de esclavitud llegada a España se la conoce como «blanca», porque estuvo alimentada por elementos eslavos (del término slavus procede la palabra latina esclavus) traídos en gran parte por catalanes y mallorquines, que controlaban las áreas mediterráneas orientales(1). Grupos de griegos, búlgaros, «tártaros» y otras diversas denominaciones que encontramos en la documentación de la época, fueron empleados en usos domésticos, en calidad de esclavos, por familias de todo tipo y consideración. Estos esclavos blancos se diluyeron entre otros más numerosos, como moros, moriscos y cristianos, cuyo número aumentaba continuamente por las capturas que se hacían en las interminables «guerras de fronteras» entre ambas comunidades. En ciertos momentos concretos, y sólo ocasionalmente, también guanches e indios incrementaron la esclavitud blanca, pero pronto se los apartó de este estado.

     El esclavo negro también había aparecido en nuestras tierras, y su presencia principal se debió a la invasión árabe-bereber, en la que estuvo enrolado como soldado y como servidor de usos múltiples(2). Cuando los portugueses, desde el primer tercio del siglo XV, abrieron la ruta atlántica y los castellanos siguieron su rastro, vieron cómo la gente de Berbería se hacía con esclavos negros para sus menesteres, y decidieron hacer lo mismo. Como quiera que no se encontraba por ninguna parte el oro y las especias que se iban buscando, capturaron esclavos africanos con objeto de pagar el gasto de las expediciones(3). A medida que se iba avanzando en el descubrimiento de las costas y aumentaba el número de viajes, la llegada de negroafricanos a Europa, y concretamente a la Península Ibérica, fue aumentando. Con el abandono del Mediterráneo oriental, primero, y la toma del reino de Granada, después, se cerraron los dos suministros principales de la esclavitud blanca, con lo que el protagonismo esclavista recayó en el africano; esclavo y negro tienden a convertirse, cada vez más, en sinónimos.

     La práctica de la esclavitud y de su comercio venía siendo admitida y justificada por la doctrina tradicional católica y por el pensamiento civil desde la Edad Media. Aunque algunos autores, siguiendo a Aristóteles, pensaban que la esclavitud emanaba de la propia intención divina y su fin era eminentemente utilitario(4), se fue imponiendo la opinión de que tal estado jurídico no obedecía a una exigencia de la naturaleza, sino que era fruto de un desorden posterior y consecuencia de la rotura del ordenamiento moral. Este pensamiento, suscrito por Santo Tomás de Aquino, será el que se imponga con carácter oficial dentro de la Iglesia:

«Servitus est contra primam intentionem naturae, sed non est contra secundam, quia naturalis ratio ad hoc inclinat et hoc appetit natura ut quilibet sit bonus. Sed ex quo aliquis peccat, natura etiam inclinat ut ex peccato poenam reportet; et sic servitus in poenam peccati introducta est».

     Esta forma de pensar es la que se recoge en el pensamiento civil y se plasma en la legislación positiva: la esclavitud no es algo natural, sino que su origen está en el «derecho de gentes» y, por lo tanto, es algo impuesto por la autoridad humana. Esta imposición obedece a una circunstancia concreta y debe aplicarse siguiendo unas normas determinadas. Las Partidas son muy claras al respecto y señalan ambos aspectos:

     Origen de la esclavitud:

«... Servidumbre es postura y establecimiento que hicieron antiguamente las gentes por la cual los hombres, que eran naturalmente libres, se hacen siervos y se meten a señorío de otro, contra razón de naturaleza... Que antiguamente a todos cuantos cautivaban, mataban. Mas los Emperadores tuvieron por bien y mandaron que no los matasen, mas que los guardasen y se sirviesen de ellos...»

Títulos por los que una persona puede hacerse esclava:

«La primera es de los que cautivan en tiempo de guerra, siendo enemigos de la fe. La segunda es de los que nacen de los siervos. La tercera es cuando alguno es libre y se deja vender».

     En el siglo XVI se siguió en esta dirección, aunque se fueron profundizando ciertos aspectos. Los teólogos, moralistas y tratadistas de la escuela de Salamanca abordaron en alguna parte de su extensa obra el fenómeno esclavista, y los maestros más señalados admitieron, con más o menos reticencias y condiciones, la existencia de la esclavitud y la posibilidad de su comercio. Vitoria, que en 1526 obtuvo la cátedra de «Prima Theologia» en la universidad de esta ciudad, sostiene que la esclavitud pertenece al derecho positivo, e interpreta que Aristóteles nunca dijo que pudieran existir esclavos por naturaleza.

     Domingo de Soto fue el teólogo representante de Carlos I en el Concilio de Trento y su confesor particular. También fue el mediador en la famosa contienda entre Sepúlveda y Las Casas a propósito de la licitud de someter a los indios antes de predicarles la doctrina católica. El resumen que tenemos de la misma se lo debemos en gran medida a Soto. En su obra De iustutitia et iure, trata el tema de la esclavitud en el artículo segundo del libro IV, cuando se pregunta Utrum homo homini dominus esse possit. En principio, la libertad es algo que pertenece al derecho natural, por lo que la servidumbre repugnaría a la naturaleza y al cristianismo, ya que a los que Cristo liberó no pueden hacerse ahora esclavos. A ésta y a otras objeciones, Soto responde con otros tantos argumentos y concluye con varias afirmaciones, siendo su principio general que:

«Homo tam iure naturae quam iure gentium potest esse alterius hominis dominus».

     Y para dar más fuerza al hecho natural de la servidumbre, trae el testimonio del propio Aristóteles:

«Ipda satura alios homines ingenio ad imperandum dotauit, alios vero corporeis neruis ac membris irroborauit ad seruiendum...»

     Por derecho de gentes se llega a una esclavitud legal, que incluye tres casos diferentes: los que al cumplir veinte años se reducen a servidumbre para percibir un salario, los que se venden a sí mismos por necesidad y los que son prisioneros de guerra. Finalmente, sostiene que el derecho natural no prohíbe la esclavitud:

«Servitutem esse contra naturam: nempe contra primam naturae intentionem, qua cupit omnes homines secundum rationem studiosos esse. Attamen illa deficiente intentione, ex culpa subsequuta est poena, quae est conformis naturae corruptae, atque inter poenarum genera unum est legalis servitus...»

     Por eso, la esclavitud tampoco repugna entre los mismos cristianos, ya que Cristo nos libera de la ley del pecado, pero no del derecho de gentes. En apoyo de esta argumentación trae el pasaje bíblico de la carta de San Pablo a Tito.

     El moralista Tomás de Mercado es también rotundo y se adhiere a la doctrina común, soslayando la espinosa cuestión de relacionar derecho natural y esclavitud porque no se considera un teólogo:

«... digo que cautivar o vender negros u otra cualquier gente es negocio lícito y de jure gentium, que dicen los teólogos... y hay bastantes razones y causas por donde puede ser uno justamente cautivo y vendido».

     Estas razones no son otras que los títulos justificativos de la esclavitud y que, según recogen Las Partidas, son tres. Sin embargo, los teólogos del XVI añadieron dos más: el delito grave y la venta por necesidad. El maestro Rojas, al ser consultado en 1528 sobre la moralidad de «herrar» (esclavizar) a los indios, señalaba que «hay cinco maneras a las cuales se reducen todos los que pueden ser esclavos... La primera cuando se contrae la tal servidumbre de su nacimiento... La segunda se contrae de la guerra hecha por autoridad... La tercera se contrae por delito... La cuarta se contrae por propia voluntad... La quinta se contrae por necesidad de hambre...»

     Estos dos últimos añadidos fueron, a veces, causa de relajación de los padres en sus obligaciones familiares y, muchas más, de abuso de poder por parte de las autoridades. La pobreza extrema que conocían muchos hogares y las hambrunas ocasionales que se desataban con una cierta periodicidad, inducían a los padres a desprenderse de sus hijos por un precio irrisorio en la mayoría de los casos:

«Al principio del año mil y quinientos y veinte y uno sobrevino gran peste y hambre en todas aquellas tierras, que se hurtavan los unos a los otros, y se vendian a los cristianos de aquellas fuerças, y tan baratos, que acontecia dar un moro o mora por una sera de higos o pasas; tal era la ambre y carestia, si no era de ombres. Murieron muchos millares de gente. Oi dia ai muchos esclavos en España avidos en aquella temporada a este precio».

     La justificación de la esclavitud por delito permitía aplicar un abanico muy amplio de posibilidades, según la interpretación que se le diera y la gravedad que se le asignara. Para Vitoria delito se equipara a «costumbres bárbaras»: sacrificios humanos, pecados contra natura, etc., mientras que Molina lo hace coincidir con «falta grave» y Mercado lo homologa a «transgresiones públicas». Ateniéndose a estas dos últimas interpretaciones, no sería muy difícil encontrar excusas para imponer penas de esclavitud por faltas que la autoridad considerase graves o públicas, ya que esta calificación sólo dependía de la voluntad del legislador. No hay duda de que, políticamente hablando, mantener a los moros lejos de las costas en residencias fijas o impedir sus libres desplazamientos, eran medidas eficaces para controlarlos y evitar, así, concentraciones que pondrían en peligro la seguridad cristiana. Por eso, la transgresión de estas normas se consideraron graves y fueron castigadas con la reducción al estado servil. En el reino de Valencia, donde la población morisca era especialmente abundante, «para que llegase a noticia de todos, a nueue de Octubre, dia de San Dionysio, fe dio vn pregon publico por la ciudad; y añadiose en el que ningun Moro fuesse atreuido a yrse de fu lugar, so pena de fer esclauo del que le hallasse fuera».

     Los procuradores en las Cortes de Segovia del año 1532 pidieron pena de esclavitud para los moros rescatados que vivieran a menos de veinte leguas de la costa, pero el Emperador se opuso y sólo accedió a que «les sean dados cient açotes y la segunda vez sean llevados a galeras». Esta misma propuesta se repitió en la Cortes de Valladolid cinco años más tarde, y la única corrección que hizo el Monarca fue que «la dicha ley se estienda a quinze leguas», por lo que cabe presumir que se aplicó la pena de esclavitud para los transgresores.

     La dificultad que la Iglesia tenía en lograr conversiones sinceras entre los musulmanes la llevó, en algún momento, a implicar al poder civil para obtener mejores resultados aparentes. Éste impondría medidas coercitivas para asegurar el éxito y aquélla recogería y analizaría los frutos obtenidos. Esta forma de actuar, mezclando delitos temporales con faltas espirituales, fue muy común en la época que estamos considerando y, al equipararlos, las sanciones podían ser las mismas para unos y otras. En el extracto de la siguiente bula del Papa Clemente VII podemos advertir esta confusión entre lo temporal y lo espiritual, para terminar imponiendo la esclavitud a quien rechace la conversión:

«Sabiendo por cierta relacion que en algunas ciudades, villas y lugares de los Reynos de Aragon y Valencia, y del Principado de Cataluña habitauan infinitas familias de Moros, de que resultaua fer auisados los de Berberia, que tan vezinos estan de España, de los mas intimos secretos de sus Principios con daño de la Christiandad: y que con la ordinaria comunicacion que tenian con algunos simples Christianos los peruertian y induzian a mahometizar: nosotros, por preuenir tanto mal, en años atras escreuimos apretadamente muchas vezes a nuestro hijo Charisimo, Carlos Emperador de Romanos siempre Augusto, y Rey que es de Castilla, Aragon y Leon, que hiziese predicar la ley Euangelica a los dichos Moros con cuydado; y a los duros y obstinados en no arrastrar a ella, dentro de los terminos que señalaren los Inquisidores, los desterrasse de Aragon y Valencia, a pena de quedar por perpetuos esclauos».

     La esclavitud por guerra justa era el principio más universal aceptado por todos, aunque luego cada teólogo o moralista pusiera límites a lo que entendía por «justa». Todos la admitían como tal si se trataba de una guerra hecha contra los «enemigos de la fe» y, principalmente, contra los sarracenos, contra quienes se entendía estar siempre en armas. Por eso, cualquier escaramuza era válida para entrar en sus territorios y cautivar a los que se pudiera para luego obtener la recompensa del rescate, cosa que, por otra parte, también hacían los moros. El levantamiento de éstos en territorios cristianos terminó a menudo con grandes deportaciones, después de haber sido reducidos al estado servil. Los sucesos de la sierra de Espadán en 1526 no fueron una excepción: vista la gran cantidad de rebeldes se mandaron por todo el reino valenciano proclamas de reclutamiento:

«y que entretanto fe publicaffe bando, que fi dentro de tres dias no baxauan los Moros lifamente, fin tranquillas de pautos y condiciones, fe les hizieffe la guerra a fangre y fuego, y quedaffen efclauos del foldado que les prêdieffe».

     Sigue diciendo la Crónica que el mismo legado papal, que pasaba por Valencia aquellos días, bendijo esta acción, absolviendo de culpa y pecado a los que en ella participasen, que fueron muchos. El final de la guerra se celebró al estilo de cualquier triumphus romano. El botín principal estaba constituido por esclavos, recompensa que, al parecer, no interesaba a los alemanes por no saber qué hacer con ellos:

«El Capitan Diego de Caceres cautiuo en la pelea vn valiente Moro, natural del lugar de Quartel, que era de los feñalados caudillos de los rebeldes, y de tanto nombre por fu persona, que el Emperador no dio lugar a que fueffe refcatado por ningun interes: antes le tomo para fi, dandole al Capitan la deuida recompenfa. Concluyda tan felizmente la guerra, dio todo el exercito vitoriofo la buelta para Valencia, tan ricos de defpojos y con tantas cafilas de efclauos, que fue cofa de admiracion verlos entrar. Venian de vanguardia los Tudefcos con mil alabardas en las primeras hileras, y ocho banderas arboladas, y detras el bagaje de fu ropa y defpojo; fi bien no trahian efclauos porque a ninguno admitieron a merced de la vida».


LA PROCEDENCIA DE LOS ESCLAVOS

     Además de los esclavos nacidos en España o reducidos a tal condición por las causas antes apuntadas, hubo también otros esclavos introducidos desde el exterior y cuyo origen era diverso. La mayor parte procedía de África y llegaban a la Península por procedimientos y circunstancias diferentes, como hemos comprobado por la relación de Diego de Torres. La parte conocida entonces como Berbería fue la fuente principal de esclavos, tanto negros como blancos. Según el tratado de Alcaçovas, los castellanos podían pescar y «saltear moros» al norte del cabo Bojador, y desde aquí hasta el Río de Oro sólo podían «saltear». En definitiva, sólo Berbería era un lugar adecuado para que los españoles pudieran cautivar, puesto que Guinea era dominio exclusivo de los portugueses. La forma de llevar a cabo las incursiones era mediante las «cabalgadas», en cuya realización sobresalieron los canarios por su proximidad geográfica y por el apoyo recibido del Emperador. El inquisidor Padilla, en sendas cartas dirigidas a la Suprema, señalaba esta circunstancia:

«... todos los años se hazen armadas y entradas en Verberia, donde se cabtivan muchos moros...»
«... Aquí en estas islas ay gran trato con la Verberia en esta manera que de las armadas que para alli se hazen se cabtivan muchos moros...»

     El botín recogido consistía fundamentalmente en esclavos, pero también, a veces, se mencionan otras mercancías en los documentos. Tan frecuentes debían ser estas entradas y tan seguros sus beneficios, que había muchos habitantes cuya ocupación profesional era «saltear» en las costas de Berbería:

«... que muchos vezinos de la dicha ysla suelen traer por ofiçio de andar por la mar, e van a las partes de la Berberia e traen presa de moros e otras cosas».

     Los esclavos que se traían de esta región africana no eran sólo blancos, sino también negros. Éstos eran capturados o comprados más allá del río Senegal, y llevados a Berbería y a otras partes del norte africano mediante caravanas que se desplazaban por las rutas transaharianas. La ruta occidental, la más interesante para nuestro estudio, partía de Niani y Guirau, ciudades importantes en los imperios de Malí y Songhay, y, por Audaghost, subía hasta Fez, pasando por Nouz y Marrakech. Testimonios de autores como Ibn Battuta o León Africano, nos ponen al corriente de la vitalidad esclavista de las rutas desérticas. El primero nos cuenta cómo hizo el trayecto entre Takedda y Tuat con una caravana en la que viajaban «seiscientas esclavas», diciendo de las gentes de Takedda que podían enorgullecerse «de sus muchos esclavos y siervos». Este viaje lo realizó en las postrimerías del siglo XIV, pero León Africano, que escribe en 1526, sigue manifestando la vigencia de este comercio cuando afirma que «el comercio de Guinea atraía numerosas caravanas de negros que llevaban oro y esclavos».

     Estos negros esclavizados eran los que estaban al servicio de las gentes de Berbería. Cuando canarios y otros españoles iban en «cabalgadas» a «saltear», capturaban a todos los que podían, pero principalmente a personas de mayor consideración, porque el rescate que después se exigiría por su liberación sería mayor, incluidos sus propios esclavos negros entregados para este menester. Cuando Felipe II volvió a permitir las entradas en Berbería, después de haberlas prohibido en 1572 por «conveniencias políticas», una de las razones para permitir su reanudación fue, precisamente, el acopio que se hacía de esclavos negros como consecuencia de los rescates:

«por tener los alavares de aquella tierra muchos esclavos negros, y otros que demas de los que se les pueden tomar dan otros para sus rescates... y con la misma saltan en tierra y los cautivan... en lo qual, demas del beneficio que la dicha ysla reçive en traerse a ella los dichos moros y esclavos negros, por rescate de alguno de ellos, debemos dar lizençia para que puedan yr a la dicha Berveria...»(5)

     Por otra parte, el «rescatar negros» era uno de los objetivos principales del comercio con las costas occidentales africanas, según aparece en la numerosa documentación relativa a los viajes que se hacían a esos lugares. Como ejemplo traemos el contrato que el armador Francisco Solórzano hizo con un intérprete, Luis Perdomo, en un viaje a Berbería el año 1549; en él se habla fundamentalmente del rescate de negros y, circunstancialmente, de «otras cosas menudas»:

«... vos el dicho Françisco Solózano del Hoyo aveys de ser obligado... de me dar e pagar por cada pieça de esclavos negros que resgatáredes por mi yndustria e soliçitud, e de todas las demas que en qualquier manera ovieredes en Berveria... a seys reales de plata viejos... eseto de las criaturas que mamaren, que destas no me aveys de pagar cosa alguna; y es condiçion que no aveys de resgatar con otra lengua alguna pieça alguna, sino por la mya...; e otrosi, es condiçion que todas las pieças, negros e negras, que yo oviere en Berveria, que me dieren los moros e yo oviere en otra qualquier manera, aveys de ser obligados a me las traher en el dicho vuestro navio graçiosamente...»

     Otro número importante de esclavos procedía del África mediterránea, fruto de las guerras que el Emperador llevó a cabo para el control de algunos enclaves. En una carta escrita en 1535 desde la Alcazaba de Túnez por don Luis de Avila al obispo de Orense, dándole cuenta de su toma, le dice cómo

«los arcabuzeros se apoderaron del castillo y, por abreviar, S. M. se vino a el y dio la cibdad a saco, la qual se a saqueado y se an tomado hartos esclavos y esclavas y mucha ropa y poco dinero...»

     Sandoval precisa la cantidad de forma abultada y su incidencia en el mercado esclavista:

«Los que se cautivaron en Túnez pasaron de diez y ocho mil personas de toda suerte; valían tan baratos que daban diez ducados un esclavo».

     También el corso y la piratería fueron otros medios importantes de introducción de esclavos. Tradicionalmente, estos métodos se habían practicado por marinos de algunos puertos del sur peninsular, durante la segunda mitad del siglo XV, y sus objetivos habían sido las naves portuguesas que venían de Guinea con esclavos y otras mercancías. Cuando los Reyes Católicos reprimieron estas acciones y exigieron lo pactado en Alcaçovas y Tordesillas, estas acciones se orientaron contra turcos y moros, y su práctica no fue exclusiva de los puertos del sur, sino de todo el litoral mediterráneo. Carlos I, por cédula dada en Granada el 3 de agosto de 1526, había concedido la exención del quinto, que le correspondía, a los vecinos de Tenerife que armaran naves contra estos enemigos. Dos años más tarde, concedió el mismo privilegio, «por tienpo de un año cunplido», a todos los que salieran a atacar, por mar y por tierra, territorios y barcos pertenecientes a ambas naciones y también a los franceses:

«... hazemos merced, graçia y donaçion... a todas las personas que de su propia voluntad... armaren y fueren de armada... contra los subdytos del dicho Rey de Françia y contra los moros y turcos, enemigos de nuestra Santa Fee Católica y contra qualquier dellos, del quynto y otros qualesquyer derechos que a Nos o a otra qualquyer persona pertenezcan y puedan perteneçer, en qualquyer manera, de todas e qualesquyer presas y rescates que de aquy adelante, durante el dicho tiempo hizieren por mar.... y queremos y es nuestra merced y voluntad que todos los maravedis y otras cosas que pertenezcan o puedan perteneçer a Nos... sean suyos propios, aunque hayan hecho las dichas presas en tierra yéndolas a hazer por mar...»

     El cronista Girón recogió en su obra una de estas operaciones de tantas como tuvieron lugar en el Mediterráneo; de acciones semejantes a ésta procedía la mayoría de esclavos turcos que, de vez en cuando, aparecen en la documentación de la época:

«En el camino, en la costa de Cataluña, encontraronse nuestras galeras con una galeota de turcos y defendioseles peleando y huyendo seis horas. Al cabo, paresciendole a don Alvaro de Baçan mengua no tomarla, se dio priesa y la alcanço su galera y la tomo y en ella setenta turcos y otros tantos cristianos que traien presos. Dixeron que aquel dia se avien apartado dellos XIII galeras de Francia y ocho galeotas de turcos que andavan juntas».

     Otros esclavos llegaron a nuestro país a bordo de embarcaciones que habían participado en alguna expedición, y se traían o bien como argumentos probatorios de que habían conseguido sus objetivos o porque se necesitaba su concurso para la realización de algunos trabajos. En una de las relaciones sobre la primera vuelta al mundo, se hace mención del naufragio en el cabo de Santa Cruz, en pleno estrecho de Magallanes, y del desembarco posterior en un lugar habitado:

«de estos hombres hubimos tres o cuatro, y traíanlos en las naos y murieron todos, a excepción de uno que fue a Castilla en la nao que allí aportó».

     Cuando la tripulación de este único barco se redujo tanto, que apenas si podían los que quedaban dar a la bomba para achicar el agua de la nave, al llegar a Cabo Verde intentaron comprar esclavos para este menester:

«Saliendo, pues, a tierra en aquella isla trece españoles, como quisiesen comprar ciertos esclavos y no tuviesen dinero para lo pagar, dijeron a los que se los vendían que les darían por ellos de la especiería que traían en aquella nao, como es costumbre de marineros de dar lo que traen cuando les faltan dineros».

     Finalmente, habría que hablar de la presencia circunstancial de algún esclavo indio, traído de América, a pesar de la prohibición existente de reducirlos a esclavitud. Su llegada se haría burlando las leyes vigentes, lo mismo que su venta. Desconocemos los pormenores de cómo pudieron realizarse ambas, pero sí tenemos algunos documentos que nos hablan de su traída a España en calidad de esclavos. Uno de ellos es el relato del alemán Ulrico Schmild, que realizó un viaje al Río de la Plata en 1534 y capturó muchos esclavos. La justificación de esta acción no deja de sorprendernos, pues no hemos encontrado en ninguna parte disposición alguna que permita tal interpretación. De todas formas, el alemán, amparándose en ella, esclavizó a cuantos indios pudo:

«Ese viaje duró año y medio y estuvimos guerreando continuamente durante todo el viaje, y en el camino ganamos como doce mil esclavos, entre hombres, mujeres y niños; por mi parte conseguí unos cincuenta, entre hombres, mujeres y niños...»

     Parte de los esclavos se los trajo a España, puesto que durante su estancia en Lisboa, que duró catorce días, afirma que se le murieron «dos de los indios que me había traído esclavos desde las Indias».



VIDA MATERIAL Y CONSIDERACIÓN SOCIAL

     El esclavo forma parte del complejo entramado social del siglo XVI, se le asignan funciones de todo tipo, mantiene relaciones determinadas por su estado y goza de estima desigual según las personas que le tratan. Su vivienda habitual era la de sus señores, en las que se les reservaban lugares marginales sobre todo si eran varones; en ocasiones se les hacía habitáculos especiales o dormían en la cuadra con los animales. No faltaban quienes llevaban una vida semilibre, alojándose donde podían, porque sus amos se desentendían de su vida y manutención. De hecho, se encuentran documentos en que vemos a los esclavos comprar bienes, endeudarse e, incluso, prestar dinero a personas libres. Hay también circunstancias tan sorprendentes como la de la esclava Inés, que dejó como heredero de sus bienes («todo lo que tenía eran 15.000 maravedís») a su propio amo. Casos de arrendamiento son bastante abundantes entre esclavos, sobre todo de viviendas , lo que nos confirma un género de vida bastante autónomo.

     Aunque en épocas anteriores hubo algunas disposiciones sobre la forma de presentarse y vestirse, no hay ningún precepto en el tiempo que estamos considerando; todo lo más que encontramos son algunos detalles que nos llevan a concluir que los esclavos se vestirían con tejidos pobres, pero sin diseños formales propios. Por ejemplo, cuando Pedro Portocarrero, señor de Moguer, manda hacer un hospital en esta ciudad y lo dota dejando dos esclavos para su servicio, señala que:

«... se les dé de comer... y su pan y su vestuario de frisa y sayal...»

     La legislación oficial, que regía desde tiempos atrás, exigía un trato no demasiado violento para el esclavo, aunque, como cosa que pertenecía a su señor, estaba a su merced y, en la práctica, recibía castigos y sanciones según el carácter de éste. Cuando el dueño se excedía en la corrección, a lo más que se llegaba era la venta del esclavo a una persona ajena, pero el importe de la transacción iba íntegro a aquél. Sólo en los casos en los que el propietario había causado, intencionadamente, heridas mortales a sus siervos, se le sancionaba con las penas del homicida , pero no tuvo una aplicación generalizada, a juzgar por las repetidas ocasiones en las que vemos la impunidad en que quedaron muchos amos acusados de matar a algún esclavo.

     El mal trato físico, producto del mal humor momentáneo o como resultado de un menosprecio continuo, aparece continuamente en la creación literaria, y la expresión «tratar como a negra» pasó al lenguaje común para explicar una situación de continua privación material, de dureza laboral y de represión. Muchas de las fugas que se intentaron estuvieron provocadas por los malos tratos, y éstos fueron con frecuencia los que indujeron a muchos esclavos a blasfemar o a cometer otros delitos por los que tuvieron que presentarse ante el Santo Oficio. Los procesos inquisitoriales están llenos de explicaciones dadas por aquéllos, achacando sus salidas de tono a los insultos y acciones violentas que tenían que padecer:

     Águeda fue acusada de sostener que la fornicación no era pecado, pero alegó que lo «avia dicho porque se moria de hanbre...»

    A Diego se le acusa de cierto ateísmo que le llevó a la cárcel, y «confeso aver dicho las dichas palabras con el corage que tenía de hazelle aquellos malos tratamientos cada dia...»

     Juana justifica su blasfemia «porque le echavan la cadena estando como estava preñada, y la trya alrrededor del cuerpo, y que no lo creyo, sino que lo dixo con la rabia que tenia...»

     Al mulato Diego, menor de edad, se le acusó de blasfemo y explicó que «castigandole su amo dixo «reniego de Dios e de Nuestra Señora...»

     De lo mismo fue acusada Antonia, y justificó su actitud «por evadirse del castigo que su ama le hacia...»

     Un trato malo o bueno puede deducirse de la actitud tomada por los esclavos en las desgracias que afectaban a sus dueños. Cuando luchando contra los franceses en Nápoles el conde Ugo de Moncada murió en un enfrentamiento contra Filipín Doria (1528), Sandoval recogió este pequeño apunte que nos permite albergar una razonada presunción del trato deficiente que debió dispensar a su personal de servicio:

«Escarneciéronle mucho después de muerto los esclavos del conde y aun otros, que se tuvo a inhumanidad, pisando su cuerpo y preguntando si quería ir a Berbería...»

     Tal forma de proceder denota un espíritu de venganza o, cuando menos, un ánimo de revancha de quien ha sufrido agravios, humillaciones o vejaciones físicas. Un trato violento tenía en los azotes su manifestación más común; estaban plenamente justificados por el poderío que el señor tenía sobre sus esclavos y como medida de corrección sobre los mismos. El moralista Mercado se expresa de esta forma:

«Quien da un bofetón o puñada afrentosa o dé palos a dé espaldarazos o azota injuriosamente, ha de satisfacer en dinero -que ya es precio de todo- la injuria que hizo. No está obligado a esto quien tiene jurisdicción y licencia para castigar con estas penas, como los padres, que pueden azotar los hijos todo el tiempo que no son emancipados, los señores a los esclavos, los amos a los pajes...»

     Tan habitual era esta forma de corregir y el consiguiente estado en que quedaba quien lo había sufrido, que se acuñó la expresión «poner hecho un negro», que con frecuencia aparece en los textos literarios. A veces, a los palos se añadía el «pringue», que consistía en derramar sebo y tocino derretido sobre las heridas dejadas por el látigo. Lazarillo de Tormes cuenta cómo «al triste de mi padre azotaron y pringaron...»

     Junto a casos en los que constatamos un trato negativo, vemos también frecuentes actos de benevolencia y de piedad para con los esclavos. Los testamentos y actas notariales suelen ser los lugares donde mejor podemos apreciar esa relación paternalista que, a veces, une al dueño con sus súbditos, y de la que no están exentos los esclavos. En estos documentos podemos constatar que, además de la liberación, les otorguen otras prebendas materiales. Cuando estos esclavos se reparten entre los herederos, con frecuencia se pide para ellos un buen trato y la satisfacción de sus necesidades, ordenando que los liberen en caso contrario. El señor de Moguer, a quien ya hemos citado, pide a los que reciban sus esclavos «quitaçion a cada uno dellos, demas de mantenimiento e tratarlos bien e onestamente... que no los puedan vender o los traten bien e sy ansy no los trataren e por el mesmo fecho sean libres los que fueren maltratados».

     En ocasiones asistimos a manifestaciones auténticas de cariño generalizado, como sucedió cuando se promulgó el edicto del 22 de noviembre de 1571, que preveía el traslado de comunidades moriscas a tierras de Castilla. A ello se oponían muchos municipios, como los de Alcalá la Real y Antequera, que disponían de 250 y 337 esclavos respectivamente. Al corregidor de la primera ciudad «lo querian apedrear los vecinos porque lo sintieron más que si les sacaran sus mismos hijos, tanto es el amor que tienen con ellos».

     También hubo protestas en el mismo sentido en Carmona, Baeza y Murcia. En textos literarios quedaron recogidas manifestaciones del buen trato dispensado a los esclavos que, en algún caso concreto, suscitaron la envidia de personas libres bien acondicionadas.

     En la organización del espacio físico urbano no hubo lugares reservados para el establecimiento de los esclavos, como sucedió frecuentemente en las ciudades americanas. A lo sumo asistimos a la pervivencia de cierta toponimia que no ha ido más allá del nombre de algunas calles, como, por ejemplo, la «calle de las Negras», en Madrid, por detrás del palacio del Conde Duque. Lo que sí podemos afirmar es que tanto esclavos como libertos se concentraban en ciertos puntos en sus momentos de ocio, que no eran diferentes de los frecuentados habitualmente por pícaros y marginados. Sin embargo, algunas voces sugirieron pidiendo la separación de espacios según la «ley» de cada uno, algo así como la teoría del «desarrollo separado» (apartheid), que se intentó imponer en ciertos países de África austral. Traemos este texto sugestivo de Herrera:

«Y aun los que no son de una ley no han de estar juntos, que lo bueno no se dañe con lo malo, que en un cabo y en lo mejor viven los Christianos, en otro los Moros, en otro los Indios...»

     Si no hubo discriminación en el espacio físico, sí la hubo en el ordenamiento social, que se tradujo en una serie de disposiciones y normas legales que se recogieron en las Ordenanzas Municipales de cada núcleo de población. El estudio comparativo de muchas de éstas, que han llegado hasta nuestros días, nos permiten constatar cómo hay algunas normas bastante generalizadas y otras más particulares para sitios concretos. Las de no circular libremente por la noche y el controlar el consumo del vino, son dos ordenanzas que encontramos en casi todos los textos, mientras que otras, como no entrar en jardines ni en campos cerrados, no coger fruta, no cortar árboles, no recoger leña, no vender trigo fuera de la zona, no juntarse más de diez, medidas para prevenir tumultos y altercados, no llevar armas, no arrojar basuras fuera de los estercoleros, etc. son de carácter más bien local.

     Esta discriminación social encontraba su justificación más profunda en la supuesta falta de moralidad de la que, según una corriente bastante generalizada, carecían los esclavos. Ya en tiempos de los Reyes Católicos se los suponía ladrones de los bienes que poseían, y, por lo mismo, se prohibió cualquier relación con ellos a la hora de entrar en algún trato. Esta disposición estuvo vigente durante todo el reinado de Carlos I, fue ratificada por Felipe II y recogida en la Nueva Recopilación:

«Otrosi, mandaron Sus Altezas que ninguna persona, de cualquier estado y condición que fuesen, fuesen osadas de comprar de ningún esclavo ni esclavas ningunas joyas ni paños ni lienços de oro ni de plata, ni otros bienes algunos, por vía de donación ni encomienda, ni en guarda ni en empeño, ni para dar ni llevar a otras partes ni personas, ni por otra vía ni manera alguna, aunque fuesen los dichos esclavos negros o loros, blancos, nacidos en estos reinos o fuera de ellos, fuesen cristianos o moros. So pena que el que los recibiese o comprase fuese obligado a la restitución de los tales bienes y dineros y oro y plata, y otras qualesquier cosas...»

     El cardenal Cisneros prohibió la entrada de esclavos negros en América por considerarlos «hombres sin honor y sin fe y, por lo tanto, capaces de traiciones y confusiones».

     Era ésta una mentalidad común que no sólo tenían los propietarios de esclavos, sino también dirigentes políticos y eminentes eclesiásticos, como acabamos de señalar. Si al esclavo, especialmente al negro, se le consideraba «bárbaro y salvaje», la consecuencia lógica era que cometiera cualquier delito, porque no sabía ajustarse a norma alguna. Tomás de Mercado, que tanto fustigó el método del comercio esclavista y tanto atacó a los traficantes, utilizó las palabras más duras al analizar el ambiente de donde proceden los esclavos: un medio que nunca conoció y que, sin embargo, se atrevió a valorar sin más argumentos que una opinión sin datos objetivos:

«Y como son viciosos y bárbaros cometen enormes y detestables delitos... No se mueven por razón, sino por pasión, ni examinan ni ponen en consulta el derecho que tienen... Y no se espante nadie que esta gente se trate tan mal y se vendan unos a otros, porque es gente bárbara y salvaje y silvestre, y esto tiene anexo la barbaridad, bajeza y rusticidad cuando es grande, que unos a otros se tratan como bestias...»

     Con estas consideraciones y este estado de naturaleza, las obras no podían ser buenas, ya que el esclavo en general, no utiliza la razón como norma de vida, sino cualquier otro vicio. Cuando Pedro Hernández de Portillo constituyó, en 1539, su mayorazgo, prohibió a sus sucesores la posesión de esclavos de cualquier color, sexo y condición, porque podían ser «fuente de vicio». Dentro de los esclavos, los negros eran los peor considerados e, incluso, menospreciados por los moros, que también los esclavizaban. Cuando la Junta de Madrid, en 1566, les había prohibido celebrar leilas y zambras, Núñez Muley se quejó con estas palabras:

«Podemos decir que hay más baxa casta que los negros y esclavos de Guinea? ¿Por qué les consienten que canten y dancen a sus instrumentos y cantares y en sus lenguaxes que suelen hacer y cantar? Por darles placer y consolación de lo que entienden. Pues ¿qué razón y causa se ha de defender y defiende todo lo susodicho a los naturales de este Reino...»

     La literatura, fiel reflejo de los acontecimientos sociales, abunda en alusiones sobre la esclavitud, su función y su consideración social. Nada mejor que las pinceladas y pequeños comentarios, a veces de pasada, que se hacen sobre la situación concreta de los esclavos, para permitirnos atisbar el marco donde transcurría su vida y la opinión que de ellos tenían los demás. Para muchos, su vida y su persona no son lugares adecuados para el desarrollo de algo que merezca la pena: «¡Oh vida triste y trabajosa! Ninguna cosa hay en ti que de seguridad pueda tener renombre», le dice su ama a Guiomar, esclava negra a quien su autor presenta cometiendo constantes desatinos. Personajes negros suelen ser los ejecutores de acciones diabólicas y, por eso, simbolizan el mal, la culpa o el pecado, y se los equipara al mismo diablo:

«Item, mandamos que si el susodicho de los ojos celestes fuere moreno, que se meta a diablo».
«... y como adoleciese de la enfermedad que murió fue su espíritu arrebatado y llevado por unos negros, los cuales le llevaron por un camino muy triste y de mucho trabajo, hasta un lugar de muchos tormentos...»
«... Tienen los moros por articulo de fee que dos negros, que se llaman neguix y menguix, preguntan a los muertos en sus sepulturas de la ley de Mahoma, y si responden bien no los atormentan los dichos angeles y si no responden bien los atormentan con una maça y garfios y para que el muerto que esta en la sepultura pueda hincarse de rodillas y responder a los angeles, dejan los moros las sepulturas huecas y las mortajas no cosidas en la cabeza y pies del difunto...»

     Dando por hecho que el esclavo ocupa el puesto más bajo de la sociedad, y si es negro el último escalón, servirá siempre de punto de referencia para poner de relieve la bajeza de una acción. Por esto mismo, su figura establece una barrera cualitativa dentro de una misma mala acción: si ésta está realizada por una persona libre, es «simplemente» mala; pero si la comete un negro, adquiere tintes más negativos e incalificables y el castigo que debe soportar es mayor. De esta forma, cualquier delito que una persona hiciera con un esclavo adquiría una consideración especial y se convertía en la cosa más abominable. Así, pues, para resaltar más la torpeza de una acción, sobre todo si el personaje transgresor tiene una categoría determinada, se recurrirá frecuentemente a describirla poniendo como colaborador de la misma a un negro, al cual previamente se habrá descrito como «la cosa más fea del mundo».

«En el tiempo en que el rey Carlo Magno reinó en Francia, aconteció que haciendo una gran fiesta en el monasterio de Sant Leonís de Francia... entonces llegó ahí un enano, caballero en un caballo mucho andador, y descendió y paróse ante el rey. El enano era la más fea cosa del mundo; el cual era negro, y la cara muy fea y muy mala, y los ojos pequeños engordidos, y los brazos tordos, y la cabeza grande, y los cabellos crespos, y los brazos y piernas vellosas como oso, y los pies galindos y resquebrajados, engordidos. Tal era la hechura de la mano, como os digo y comenzó a dar muy grandes voces en su lenguaje...»

     El autor de esta novela, de la que se hicieron varias ediciones en el siglo XVI, trata de mostrar un ser monstruoso para envilecer aún más la acción de la Reina, que acabará en el lecho con él y será repudiada por el Rey. Esta misma composición imaginativa se repite asiduamente para dar un mayor contraste a la acción pecaminosa de una persona relevante, y se refuerza poniendo en el otro extremo a un esclavo. Octavio, hermano del rey de Polonia, tiene que volver a casa por un motivo imprevisto y «como descabalgase en el patín de su casa y entrase muy de quedo en la cámara por respecto que si dormía su mujer no la despertase, alzando la cortina vio lo que nunca pensara ni creyera, y es que vido estar abrazada su mujer Brasilia, durmiendo con un siervo, el más ínfimo y tonto de su casa...»

     Las relaciones libre-esclavo, aunque las hubo legalmente reconocidas, eran la mayoría de ellas de carácter clandestino y anónimo; parecía como si entre ambos estamentos no pudieran darse situaciones sostenidas de cariño y amistad, y, si alguna vez pudieron disimularse, la realidad hacía que cada uno estuviera en su mundo y que los contactos sólo fueran situaciones esporádicas. Guzmán de Alfarache interpreta el sentimiento generalizado de dos partes irreconciliables cuyo planteamiento no es capaz de comprender la ingenuidad de la esclava:

«Porque el amor que le fingí, aunque muy astuta, siempre lo tuvo por cierto, como si yo no fuera hombre y ella esclava...»

     Interesante la contraposición hombre-esclava, como si se quisiera sugerir que los esclavos no son hombres ni mujeres completos. Y, como venimos repitiendo, tampoco gente de bien, como pensaban los Procuradores en Cortes en 1570; éstos querían impedir la entrada de los esclavos a las casas de esgrima para que no contaminasen la dignidad de los señores libres:

«... la gente honrada dexa de acudir a las dichas casas de esgrima por no se ygualar en este exercicio con los dichos esclavos y gente diferente...»

     De la falta de estima se pasaba con cierta frecuencia al desprecio y a la agresión física, incluida la muerte, porque la consideración del esclavo estaba por debajo de la de la persona libre. La animadversión contra los esclavos queda bien patente en el siguiente episodio en el que unos comuneros no sólo se burlaron de dos negros, sino que llegaron a matar a uno de ellos por el simple hecho de responder a un insulto o agravio. La precisión del cronista, señalando que la burla era algo habitual en los comuneros, puede ser una argucia manipulada por él mismo para predisponer a los lectores en contra de dicho movimiento, opuesto al régimen oficial en algunos aspectos:

«... el primer escándalo que sucedió fue que, pasando dos esclavos de don Ramón de Cardona, señor de Castalla, por la calle de nuestra señora de Gracia, cuartel de la ciudad donde más comuneros había, los oficiales que estaban trabajando a las puertas se burlaron, como suelen, de ellos. Porque los esclavos les respondieron, tomaron las armas y los acuchillaron, matando uno de los negros y queriendo matar al otro que se defendía».

     Escolano, que también nos describe este hecho situándolo un año después, lo tacha de «disparate» impío y cruel, al mismo tiempo que nos da la clave para explicarnos la cólera de los comuneros que los llevó a despedazar al negro:

«En Valencia acaecio otro disparate, parecido a este en la impiedad y crueldad. Auian muerto los comuneros della vn negro, esclauo de Don Ramon Ladron, señor de Castalla, porque hauiendole echado vn chiribique, se boluio para ellos, diziendo: Aguardaos vn poco, que ya bueluen los caualleros a castigaros. La amenaza fue tan picante para todos, que cerraron con el y le hizieron pedaços».

     Lo que no se hubiera hecho con una persona libre se llevó a cabo con un esclavo, porque al considerarse su capacidad jurídica mermada y reducido a una cosa con la que su dueño podía hacer lo que quisiera, posibilitaba atropellos de este tipo. Este hecho no fue aislado y, el 20 de mayo de ese mismo año, Escolano nos sitúa ante otro acontecimiento cruento en el que, de nuevo, las víctimas fueron dos esclavos, esta vez responsables de homicidio en las personas del hijo y sobrino de uno de sus dueños. Sin embargo, lo verdaderamente importante de este episodio no es el linchamiento de los culpables, sino la manifestación y explosión de ese «antiguo odio» que subyace en parte de la población y que se «ceua» en la tortura y en la muerte de los esclavos «con diabolica furia»:

«El pueblo, que andaua cruzando por alli, aduirtio que salian del campo huyendo: y viendolos ensangretados, los siguieron y prendieron: y como confessassen de plano el delito, se les desperto a los Plebeyos el antiguo odio que trayan con los Moros de la tierra; y auiuado con la muerte de aquellos dos innocentes, se partieron gritando la buelta de la Moreria de Valencia, a saquearla, y degollar a los Moros. El Delegado mossen Manuel Exarch, que sintio la borrasca, se adelanto en compañia de algunos hombres honrados de la Plebe, que jamas consintieron en la germania; y puestos en la entrada de la Moreria, impidio el saco. Como no pudieron desfogar donde pensauan los alborotados, reboluieron sobre los esclauos homicidas, que estauan ya presos: y por dalles en que ceuar la colera, tuuo por bien el Delegado de relaxarselos: y assi los tomaron, y hizieron pedaços con diabolica furia; y lleuaron arrastrando los quartos, hasta el campo mesmo donde estauan degollados los muchachos».

     Cuando el esclavo no suscitaba odio o indiferencia, podía despertar curiosidad, motivo por el cual su presencia no pasó desapercibida en ciertos momentos. La visión de un pigmeo debió de llamar la atención de forma un tanto especial, y su paso por diversos puntos de nuestra geografía quedó recogido en una de las Crónicas de la época como un acontecimiento digno de consideración:

«Trajeron unos portugueses este año por Castilla un hombrecillo pigmeo dentro de una jaula, de edad de treinta años, muy bien barbado. Era tan pequeño que, atravesada una vara por la jaula, le traían dos mozos descansadamente en los hombros; no se había visto enano que fuese tan pequeño como él, porque no tenía tres palmos de los pies a la cabeza, y las piernas tan pequeñas que en ningún cabo, por bajo que fuese, se sentaba que llegase con los pies al suelo. Ganaban con él largamente los que le traían, porque todos deseaban ver cosa tan monstruosa; tenía buena razón y discurso, salvo que a veces lloraba como niño cuando se burlaban de él».

     También por extraño y curioso, otro esclavo ocupó un pequeño lugar en la relación del embajador Navagero:

«La duquesa de Medina Sidonia tiene un page negro con pintas blancas, lo cual es muy raro y maravilloso».

     A los esclavos, sobre todo negros, se los solía presentar con unos rasgos característicos propios de su forma de ser o de actuar. Los más destacados eran:

     La música:

«... y Luis, el negro, poniendo los oídos por entre las puertas, estaba colgado de la música del virote, y diera un brazo por poder abrir la puerta y escucharle más a placer: tal es la inclinación que los negros tienen a ser músicos...»

     El habla peculiar, que suele acompañar siempre al personaje cuando aparece en escena, para suscitar la hilaridad de la gente. En este entremés de Lope de Rueda vemos a Eulalla recitando, a su manera, una letrilla tradicional:

Gila Gonzalé / de la vida yama;
No sé yo, madres, / si me labriré.
Gila Gonzalé / yama la torre
Abrime la boz, / fija Yeonore
Porque lo cabayo / mojava falcone.
No sé yo, madres, / si me labriré.

     Muchas esclavas, especialmente las moriscas, tenían una gran reputación de hechiceras y de practicar la nigromancia. A ellas se acudía con varios fines, uno de ellos era el de rendir voluntades firmes. A una esclava se la responsabilizó, nada menos, que de desempeñar un papel muy activo en la rebelión comunera(6) y a otra, de la que se decía que tenía muchos poderes mágicos, se le atribuyó la derrota del Emperador en Argel:

«...y una morisca, mi esclava, me ha dicho que allí (Cádiz) hechizaron la navegación del rey D. Sebastián, cuando pasó en África este verano, y aún me ha certificado que es hija de una mora manceba del rey Muley de Túnez, que con sus hechizos alborotó la mar que destruyó la armada del Emperador Carlos Quinto, de gloriosa memoria, en la jornada desgraciada de Argel...»


EL TRABAJO Y EL VALOR DE SU PERSONA

     El esclavo es, a veces, símbolo y manifestación de la riqueza de su dueño, pero también puede ser utilizado para generar riqueza, utilizándolo como trabajador y rentabilizando su prestación laboral. Con esto no se quiere decir que en España se utilice el trabajo esclavista para producir riqueza de forma sistemática, como ocurrió en el Nuevo Mundo, sino que ocasionalmente, según la profesión de sus amos, pudo ser utilizado en trabajos cuyos beneficios eran para sus señores. Agustín de Rojas definió perfectamente lo que era la vida del esclavo:

«El esclavo que es esclavo
quiero que trabaje siempre,
por la mañana y por la tarde;
pero por la noche duerme.
No tiene a quien contentar,
sino a un amo o dos que tiene,
y haciendo lo que le mandan
ya cumple con lo que debe».

     Llama la atención que la escasez de mano de obra que se constata en Castilla entre 1540 y 1590 no fuera remediada con la aportación de los esclavos, sino que se intentó recurrir al reclutamiento forzoso de vagabundos y al de los libertos; nunca se propuso una introducción masiva de esclavos, como se había hecho con América. En las Cortes celebradas en Córdoba y en Madrid en 1570, los Procuradores pidieron que «los que tuvieren carta de libertad siruan o vsen de oficios mecanicos o del campo en las ciudades, villas y lugares donde consiguieron su libertad, y se les dio, y que no puedan salir dellos sin que lleuen fee y testimonio del dicho escribano de donde van...»

     En el terreno económico, el esclavo tuvo un carácter subsidiario de acuerdo con las posibilidades económicas de cada zona. Si el artesanado estaba desarrollado, el trabajo esclavista adquirió un protagonismo mayor que en centros con dominio administrativo o agrario. Ahora bien, de forma general podemos señalar que la domesticidad y los trabajos relacionados con la misma fueron la ocupación preferente de los esclavos. Una vez más son los textos literarios los que, con pinceladas de tipo general o de pasada, nos suelen indicar la actividad que desempeñaron: cocinero, camarero, doncella, ama de llaves, sirviente, calefactor, etc. El cronista Sandoval nos narra esta anécdota, ocurrida el año 1525, a propósito del intento de huida de Francisco I:

«El ardid era que un esclavo negro, que metía leña en la cámara donde dormía el rey para una chimenea, se acostase en la cama del mismo rey y el rey se vistiese las ropas del negro y tiznase la cara, y así se saliese fuera del alcázar cuando quisiese anochecer, a hora que nadie pudiese echar de ver el tizne fingido...»

     La domesticidad solía ser la ocupación común de los esclavos cuyos propietarios pertenecían a la clase noble o eclesiástica. El poseer un esclavo podía resultar en ocasiones un signo externo de ostentación y riqueza que proporcionaba cierto exotismo a las familias de clase alta, y un signo distintivo de su posición. Sin embargo, al observar su presencia entre sectores más humildes, como artesanos, campesinos, menestrales, etc., hemos de pensar que no sólo su figura representaba un gesto suntuario, sino que también debía contribuir de alguna manera a su propia subsistencia y a la de la familia que lo acogía. Entre los propietarios de esclavos observamos representantes de casi todos los oficios, lo que nos puede dar una idea de su contribución a la economía doméstica y comarcal. En Andalucía abundaron los esclavos entre los panaderos, albañiles, cordeleros, cordoneros, esparteros, herreros, hiladores de seda, olleros, plateros, sastres, sederos, traperos y zapateros. Entre estos dos últimos gremios fueron particularmente abundantes los esclavos moros. Un testimonio ocasional del historiador Oviedo puede darnos una pista explicativa a este fenómeno:

«Pero hacíale, en pago de su traición, moler públicamente maíz en la calle cada día... como lo acostumbran moler las indias,... estando preso con una cadena a los pies, al modo de aquellos moros esclavos que a la puerta de Triana en Sevilla majan esparto...»

     El acceso a la maestría estaba prohibido para el esclavo, y, en la práctica, también para el liberto. Sin embargo, hemos encontrado varios esclavos con título de «oficial» que, en ocasiones, son objeto de compraventa. En las labores del campo también aparece frecuentemente la presencia esclava; fruteros, hortelanos y labradores en general se sirvieron de ellos en beneficio propio. Un tratadista agrario de la época, el mencionado Herrera, no se mostraba muy satisfecho del trabajo desempeñado por los esclavos en la tierra, «nuestra madre», pero, a través de su testimonio, podemos deducir que el esclavo estaba metido de lleno en las tareas agrícolas:

«Mas como agora ande tratada la tierra de obreros alquiladizos, que no curan de mas de su jornal, o de criados sin cuydado, o de viles esclavos, enemigos de su señor...»

     Sin embargo, «toda persona que tiene alguna viña de buena grandeza, procure tener en su casa un hombre que sea, si fuere posible, antiguo criado de la casa... o tenga algún buen esclavo, o mozo fiel...»

     Señalar con mayor precisión lo que cada esclavo hacía dentro del ambiente doméstico o fuera de él entra en el campo de lo anecdótico, que circunstancialmente se nos dice cuando se describen hechos mucho más importantes. De esta forma conocemos que un negro era el trompeta de un regimiento:

«A veynte y vno de Nouiembre fe acabo de concluyr la reduccion de Xatiua, hauiendo ahorcado los mefmos Ciudadanos della al nueuo Encubierto, a vn Capitan, y al Negro que tocaua la trompeta el dia del fermon del primero...»

     La literatura nos presenta con frecuencia a los esclavos negros como muleros o cuidadores de las caballerías. Debía ser una ocupación muy generalizada y bastante tradicional, pues ya en el Conde Lucanor (ejemplo XXXII) encontramos a un negro encargado de cuidar del caballo del rey. El propio Lazarillo de Tormes dice de su padre que «era un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban». Relacionado con esta profesión está el oficio de pastor y guardián de todo tipo de ganado; esta actividad tuvo especial relevancia en las islas Canarias. Entre los acuerdos del Cabildo de Tenerife, de principios del siglo XVI, encontramos esta recomendación:

«... que los señores de los esclavos manden a sus esclavos que fagan todo lo que les mandaren los fieles para el pro del ganado...»

     También ejerció el esclavo, a veces, el cargo de verdugo, cuando no se encontró una persona libre para realizar tal menester. A veces, es el municipio quien compra un esclavo para que ejerza directamente este cometido, mientras que, en otras, sólo se le contrata circunstancialmente o se le alquila. En Tenerife, por ejemplo, se alquiló, en 1519, un negro a un tal Francisco Díaz «por haber verificado ya cierta ejecución»; por llevar a cabo las ejecuciones dictadas se le pagarían tres doblas de oro anuales. En América fue muy corriente el desempeño de esta función por parte de los esclavos negros, como se puede constatar en los relatos y crónicas de diferentes lugares.

     Con mucha frecuencia encontramos al esclavo que acompaña simplemente a su amo haciendo funciones de escudero; a su lado permanece para ayudarle en todo lo que sea menester. La gente noble y los pudientes se desplazaban rodeados de sus criados y escuderos, cuyo número dependía del poder económico de los mismos o de su posición; a estos criados y escuderos se añadían, a menudo, esclavos. Es posible pensar que el esclavo-escudero fuera un recurso de las personas con menos capacidad pecuniaria. En el siguiente episodio vemos la existencia de estos dos personajes que acompañaron a su señor y corrieron la misma suerte que él. Se trata de un antiguo juez de Granada; dormía en una venta y fue molestado por unos segadores que cantaban; habiendo sido increpados por su hijo surgió el altercado:

«Ellos no lo quisieron hazer y desmesuraronse en palabras contra el hijo de aquel licenciado, y el tomo una espada de dos manos, y con el un escudero y un esclavo de su padre, y començaron a querer ofender a los segadores. Ellos con piedras hizieron tan estrago en ellos que derribaron al hijo del licenciado y, derribado, le tomaron el espada y con ella le degollaron y ansimesmo mataron al escudero y al esclavo antes quel licenciado recordase...»

     Tres años más tarde, en Zamora, hubo un duelo entre un tal Valencia de Benavides, de Baeza, y Juan de Ayala, de Valladolid, en la iglesia de San Benito. No sabemos si este último señor gozaba de un gran servicio en su casa o no, pero, según el cronista, sólo se hizo acompañar de un «esclavo boçal». Por el adjetivo empleado presumimos que podía tratarse de un negro, ya que bozal se aplicaba a los de esta raza cuando llegaban a España y no conocían bien nuestra lengua ni otros menesteres, que habían de desempeñar andando el tiempo:

«Valencia... llevó consigo a Vilches, aquel su escudero, y... enbio a este Vilches que catase a don Juan si tenia mas armas quel... y don Juan le dixo que el traie consigo solo un esclavo boçal que le tubiese el cavallo...»

     Las crónicas y otros documentos mencionan con cierta frecuencia la existencia de esclavos entre las tripulaciones marineras. Su presencia en los barcos era requerida para hacer algunas tareas determinadas y, entonces, se los conocía como grumetes; a menudo eran los propios marineros los que los llevaban como ayudantes suyos y estaban a su servicio personal, pero, a veces, eran propiedad del armador del barco, que los ponía a disposición del maestre o capitán de la nave. Generalmente sólo se deja constancia de ellos en los contratos previos a las expediciones y a los viajes, porque, normalmente, se solía hacer mención de la gente contratada, o cuando acaecía algún hecho notable en el que el esclavo aparecía como protagonista o implicado directamente en él. En este caso, o bien tal circunstancia quedaba anotada en el diario de a bordo por el escribano oficial, o era contado después por algún miembro que participó en dicho viaje. En la ya mencionada primera vuelta al mundo, buscando pasar «al otro Mar del Sur», en el Antártico, llegó la expedición al cabo de Santa Cruz:

«Y como... se levantase y viniese de súbito gran tempestad de hacia la parte oriental, tocó una de las cinco naos en la costa y quebróse, salvándose empero todos los que en ella iban, con todas sus armas y bastimentos; que no pereció salvo un esclavo ethiopiano, que siendo cubierto de las olas de la tempestad se ahogó...»

     Frecuentemente, muchos de estos esclavos ocuparon plaza de intérpretes o lenguas, como se los designaba en la época. Las más de las veces habían sido comprados o capturados en alguna expedición anterior, y, traídos a España, aprendían nuestra lengua para luego desempeñar la tarea de intermediario cuando se volvía a pasar por los lugares de donde procedía. Colón, que aprendió de los portugueses dicha práctica, proponía a los Reyes Católicos esta forma de proceder para evangelizar a los indios; otros expedicionarios posteriores siguieron esta práctica y llevaron consigo estos esclavos-lenguas para mejor asegurarse el éxito de la empresa comercial:

«Es aquí de saber que el capitán Magallanes tenía un esclavo que era natural de las islas Molucas, donde nace la especiería, y a donde finalmente era enderezado su principal viaje, el cual había comprado en las partes de Calicut, en la ciudad de Malaca, cuando allá estaba en servicio del rey de Portugal, y trayéndolo a España le había mostrado la lengua española, la cual aprendió muy perfectamente, y hablaba muy ladino. Por medio de este esclavo se entendió Magallanes y hubo lengua con el rey de Subuth, no porque el esclavo supiese ni entendiese la lengua de aquella tierra: mas estaba allí con el rey de Subuth un indio suyo, que había estado en las Molucas, y sabía muy bien la lengua molucensa, y con éste se entendía el esclavo de Magallanes, así que por medio de estos dos intérpretes se entendían los nuestros con los de Subuth....»

     Fuera de estos grandes viajes, para el trabajo de pescar y para desempeñar otras tareas relacionadas con la actividad marinera, asistimos a disposiciones diversas según los lugares en los que nos encontremos. En Barcelona, por ejemplo, se permitió a la cofradía de barqueros disponer de cuantos esclavos quisieran o necesitaran para realizar cualquier función, circunstancia que no encontramos para ningún otro sector:

«... que totes et quasevol persones qui barquejeran e exerciran lo dit offici de barquejar, puxen tenir tants sclaus et catius com volran e poran...»

     Sin embargo, para Gran Canaria nos encontramos con el caso opuesto, y no se permite la presencia de esclavos en las embarcaciones:

«... que ningún pescador... no puedan traer ni traygan consigo ni en otro navio.. a pescar ni por otros marineros no negro ni esclavo alguno so pena de perdido el tal esclavo...»

     Un caso particular del empleo del esclavo en relación con el medio marítimo fue su incorporación a las galeras reales. El Emperador necesitaba gran cantidad de galeotes sobre todo en su política mediterránea. Había remeros profesionales, que eran caros de mantener, y otros muchos eran condenados por diversos delitos; de hecho, en las Cortes toledanas de 1559, los Procuradores afirmaban que «las justicias destos reynos condenan a muchos delincuentes a que sirvan por galeotes en las galeras...»

     Ahora bien, un gran número de éstos apelaba de nuevo a la justicia para la revisión de sus penas, transcurriendo bastante tiempo hasta que se dictaba una sentencia definitiva. Por esta razón, los Procuradores pidieron al rey que los jueces ordinarios pudieran entender en estas causas, y éste ordenó «que los alcaldes del crimen... tengan cuydado de ver cada semana por lo menos un pleyto de los condenados a galeras...»

     Aunque esta decisión se tomaba un año después de la muerte del Emperador, sin embargo, las causas de la misma se venían repitiendo desde hacía mucho tiempo, y el monarca propuso un envío directo a las galeras a los que cometían delitos graves no sólo en España, sino también en los Países Bajos. El motivo no era otro que el de abaratar el mantenimiento de la flota, porque los remeros profesionales y el alquiler de esclavos costaban mucho a la Hacienda real. Ante la posibilidad de ahorrarse el dinero entregado a estos dos cuerpos, urgió el rey a que se considerara la posibilidad que él proponía, aun cuando los dueños que alquilaban sus esclavos para tal fin se opondrían a esta medida, para no perderse los beneficios que obtenían. Desde Bruselas escribía el Emperador una carta a Maximiliano y María en la que, entre otras cosas, les decía:

«Por estas tierras se cometen muchos delitos graues y de otra calidad, porque meresçen pena de muerte o desterrarlos perpetuamente. Hase pensado y platicado en que seria cosa conueniente condenar los más utiles a las galeras, para que siruan en ellas al remo. Y acordandonos que una vez que se leuo a ellas algun numero de gente desta tierra se conosçio no ser prouechosos, por lo cual habemos querido primero tener relacion de lo que en esto paresçera, y assy mandareys que se platique y que se nos de auiso dello, teniendo aduertencia a que los particulares que traen esclauos en las galeras por su interese por uentura no lo aprouarian, y a que Nos se sigue prouecho, porque se excusaria el sueldo que se da a los remeros de buena bolla...»

     El viajero Leonardo Donato, que estuvo por nuestro país en 1573, dejó sus impresiones recogidas en una Relación de España. Al hablar de la marina de guerra española, calculaba en cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco las galeras de que disponía y, según su testimonio, «éstas son armadas la mitad de esclavos y cerca de la mitad de hombres condenados por la Justicia al remo, y podrán servir, además, 2000 galeotes de buena voluntad traídos de las costas de Andalucía...»

     Monasterios y conventos también se sirvieron de esclavos en bastantes ocasiones para su servicio material. Tampoco podríamos precisar en qué se ocuparon concretamente, ya que la gama de posibilidades es muy variada; no es difícil imaginar que fuera mano de obra complementaria de criados y oficiales, empleados en las mismas casas religiosas. Así, por lo menos, es lo que nos cuenta Barreiros en su viaje al convento de Guadalupe:

«Todos estos oficiales y servidores... van a comer a un refectorio, junto al cual tienen su cocina y despensas, donde hay mesas separadas con títulos en las paredes que declaran cuya es la mesa, en el que también los esclavos tienen la suya».

     Ocho años más tarde de la afirmación de este viajero, el cardenal de Burgos, fray Juan de Toledo, da fe en Roma, por un breve fechado en marzo de 1550, de que el papa Julio III mantenía todos los privilegios y gracias que había concedido a este monasterio a petición propia, no habiendo sido suspendidos por ninguna autoridad. Entre estas concesiones estaba la venta libre de los esclavos pertenecientes al convento:

«Item, el Cardenal de Sant Angel, Penitenciario Mayor del Papa Julio III y de Su especial mandato, concede a Este Monasterio de Guadalupe que el Prior que es o fuere con su convento, pueda vender y enagenar cualesquier esclavos ynutiles y superfluos para el seruicio de esta casa ora los ofrezcan ora los donen para que siruan en ella y que el precio dellos se eche en las cosas mas necesarias para el Monasterio y con esto se cumple con la voluntad de quien los ofrecio o dio...»

     Lo que podemos atestiguar por otras fuentes, es que la procedencia de los esclavos pertenecientes a instituciones religiosas, en la mayoría de los casos no fueron adquiridos por compra directa, sino por vía de donación. Tanto el Rey como otros bienhechores acostumbraban a legarlos por concesión directa o por conducto testamentario. Incluso hemos encontrado religiosos de ambos sexos que heredaron o recibieron de sus familiares esclavos que ellos mismos llevaron al convento. Ignoramos si estos esclavos continuaron bajo su custodia personal o estuvieron al servicio de la comunidad.

     Para completar el marco laboral del esclavo, nos quedaría por considerar su posible contribución al sector minero que, como sabemos, fue decisiva en América durante el siglo XVI. La documentación que hasta el momento hemos podido encontrar al respecto no es muy abundante para el territorio español, aunque no podamos descartar una aportación más intensa del esclavo en esta parcela de la que nos muestran las fuentes escritas para esta época. A juzgar por el texto que exponemos a continuación, no se puede desechar cierta costumbre de enviar a realizar este trabajo duro a esclavos y a condenados por delitos graves, lo mismo que sucedía en las galeras:

«No atinaron que quedaffen otros portillos, por donde pudieffe entrar el rigor de la jufticia, que tan merecido tenian y auiendofe prefentado con efte figuro veynte y quatro dellos, fueron condenados a efclauos perpetuos, y que como tales huieffen de feruir a fu Mageftad por treynta años en las minas del azogue, que eftan en Almaden, con cadenas y grillos...»

     Si como mano de obra el esclavo estaba hecho para trabajar y su valor sólo se consideraba desde esta perspectiva, como mercancía estaba sometida a las leyes que regían todas las transacciones. La importancia económica de un esclavo puede tratarse desde varios puntos diferentes: valor monetario intrínseco, moneda de pago, fuente de financiación de expediciones o medio de retribución de servicios prestados. Bajo cualquiera de estos aspectos al esclavo se le anula su personalidad para equipararlo a una mercancía a la que se le puede dar el destino que más convenga a los intereses de sus amos. El valor intrínseco sólo se define por una doble vertiente: la del rescate y la del trabajo. En el primer caso su estimación es proporcional a su dignidad y en el segundo a su edad y a sus condiciones físicas.

     En el rescate se exigía una cantidad a pagar de diversas formas, mientras que en el caso del esclavo como fuerza de trabajo se especulaba sobre su misma persona. No sabemos bajo qué aspecto se explotó primero la esclavitud, si como rescate o como fuerza de trabajo, aunque este segundo caso es el que más se ha considerado en la historia. En España, sin embargo, tuvo más importancia el rescate, porque la esclavitud, en su mayoría doméstica, no dio una opción clara a la especulación sobre su trabajo; en América, en cambio, primó la vertiente laboral de la esclavitud. Han sido, pues, las circunstancias históricas locales las que han determinado el modelo esclavista y su utilidad.

     Los beneficios obtenidos del rescate, como hemos visto anteriormente, fueron en España motivo de no pocas incursiones fronterizas entre cristianos y musulmanes, que se prolongaron en las cabalgadas realizadas en Berbería y en las acciones de corsarios y piratas sobre poblaciones costeras. Muchos vivían de este tipo de economía, que debía mantenerse, según el pensamiento tradicional, para evitar la muerte de los que caían prisioneros:

«... porque por quitar el cautiverio de los cristianos fue el César a destruir los corsarios, los cuales certísimamente se mantienen, y aun enriquecen, con la venta y rescate de los que cautivan; y así, el principal bien del corsario es cautivar hombres. Opinión fue, y aun de quien la podía dar por ley, si no fuese contra la Cristiandad, que no se redimiese nadie, porque cesando el interés de la redención no se cautivarían tantos. Pero como sea una de las siete obras de misericordia, es tan buena la redención como es mala la cautividad. Asimismo, fuera de que no se habría tantos corsarios ni tantos cautivos, no daríamos nuestros dineros a nuestros enemigos. No renegarían los que reniegan, que es lo peor de todo... Antiguamente, según las Siete Partidas, podíamos matar los cautivos de otra ley en guerra, y porque hacían otro tanto los moros, para que no lo hiciesen se tenía gran cuidado en redimir cautivos...»

     Fuera del ámbito del rescate, el esclavo podía ser empleado en otro tipo de operaciones, asumiendo la función de valor material con cuya venta se podía financiar una empresa. Esta forma de proceder fue frecuente en las expediciones que se preparaban con unos determinados fines y, al no conseguirlos, se procuraba remediar el fracaso con la captura de esclavos. De esta forma procedieron los portugueses en la segunda mitad del siglo XV y esa actuación la observamos en expediciones posteriores y en el mismo Colón. Las Casas se hace eco de los procedimientos portugueses(7) y de su influencia en el Almirante, que ponía en la venta de esclavos americanos la posible financiación de los viajes y la misma explotación de las Indias(8) El dominico critica esta postura y la achaca a la convivencia que tuvo Colón con los portugueses:

«Y muchas veces creí que aquesta ceguedad y corrupción aprendió el Almirante y se le pegó de la que tuvieron y hoy tienen los portugueses en la negociación o, por verdad decir, execrabilísima tiranía en Guinea...»

     La intención de Colón se volvió realidad en otros viajes posteriores protagonizados por diversos navegantes. Tal vez uno de los ejemplos más claros y elocuentes de cómo los esclavos pagaron el fracaso de las expediciones cuyos responsables no encontraron lo que querían, lo tenemos en la que realizó Américo Vespucci junto a Alonso de Hojeda y Juan de la Cosa:

«... y como la gente estaba cansada y fatigada por haber estado en el mar cerca de un año, comiendo 6 onzas de pan por día y bebiendo tres medidas pequeñas de agua, y hallándose los navíos en condiciones peligrosas para mantenerse en el mar, reclamó la gente diciendo que querían volver a Castilla a sus casas y que no querían ya tentar el mar y la fortuna. Por lo que acordamos apresar esclavos, y cargar con ellos los navíos y tornarnos de vuelta a España. Y fuimos a ciertas islas y tomamos por la fuerza 232 almas, y las cargamos y tomamos la vuelta de Castilla... Cuando llegamos a Cádiz vendimos nuestros esclavos, de los cuales teníamos 200 porque los restantes hasta 232 habían muerto en el golfo; y después de pagar los gastos de los navíos, nos quedaron obra de 500 ducados y tuvimos que repartirlos en 55 partes, siendo así poco lo que nos tocó a cada uno...»

     Con la venta de esclavos, si nos atenemos al testimonio del embajador polaco Juan Dantisco, se pagaron a los alemanes que intervinieron en el aplastamiento de los sublevados en Espadán en 1526:

«En la sierra se halló copioso y rico botín con el que, y con la venta de cautivos, los alemanes, que hacía un año no recibían soldada, pudieron embarcarse con abundante riqueza».

     Según la versión de Escolano, los germanos no quisieron retener esclavos, por lo que es probable que los cautivos puestos a la venta fueran los pertenecientes al Emperador que, como era preceptivo, se quedaba con el quinto de todo el botín y de los rescates. Si no se tenía necesidad de ellos para trabajar en sus pertenencias o emplearlos en trabajos públicos y en las galeras, se solían vender y se ingresaba la cantidad resultante en la Hacienda real.

     Finalmente, la concesión de licencias para llevar esclavos a América fue un método utilizado no pocas veces por la Corona para pagar ciertos servicios o para recompensar favores. Por ejemplo, en las Cortes de Madrid de 1551, los Procuradores pidieron algunas mercedes(9) a las que Felipe II, entonces regente, respondió con fecha del 13 de marzo de 1554:

     «Hernan darias de Saavedra veinticuatro y procurador de cortes de Seuilla... Por çien esclavos para las Indias...»

     (Al margen sólo se ve escrito: XX).

     «Juan Martinez de albarazado, jurado y procurador de cortes de... Sevilla... por çien liçençias de esclauos para las Indias libres de derechos...»

(Al margen: fiat).

     Otra de las funciones que el esclavo ejercía era la de ser signo de riqueza y de ostentación de sus propietarios. Nobles y gente principal gustaban de rodearse de esclavos y de criados como manifestación de su situación económica y de la autoridad que podían ejercer. No había límites en la posesión de esclavos, y cuantos más se tuvieran más influencia parecía tenerse en el entorno y más riqueza también. Parecía impensable que una persona rica no fuera acompañada siempre de un séquito más o menos numeroso según las circunstancias. Los testimonios literarios son abundantes al respecto, sobre todo en el ambiente picaresco:

«Vendí los muebles... y del dinero que hice con ellos compré dos esclavas blancas para mi servicio, mujeres en quien conocí habilidad para cualquier embuste... Con ellas y un escudero que me servía... salí de Sevilla y así llegamos a Toledo...»

     Una mujer se traslada a la Corte y, para embaucar a la gente, se hace pasar por rica; para parecerlo, tiene que contar necesariamente con esclavos:

«Viéndose rica, subió de persona común a persona de cuenta, con estrado, silla de manos, esclavos y esclavas, mona y papagayo, criado, gracioso, escudero y portero y otra gente semejante...»

     El esclavo era también el acompañante ideal para evitar que damas y señoritas anduviesen solas por las calles, circunstancia que era mal vista por los imperativos sociales de la época. Cuando la Lozana Andaluza se extraña de ver a dos mujeres solas pregunta la explicación de este modo de proceder, y se le responde:

«Porque ansí lo usan; cuando van ellas fuera, unas a otras se acompañan, salvo cuando va una sola, que lleva una sierva, mas no hombres ni más mujeres...»

     Como puede desprenderse de todo lo expuesto hasta ahora, la posesión de esclavos era algo habitual, y todo el que podía y quería tenía la posibilidad de adquirirlos. De esta forma, encontramos propietarios de esclavos en todas las capas sociales y en los diversos estamentos, tanto en el mundo cristiano como entre los musulmanes y moriscos. Sin embargo, cuando muchos de éstos, por las circunstancias que fueran, aceptaron el cristianismo y se convirtieron en «cristianos nuevos», la sinceridad de su conversión fue puesta en duda; se sospechaba de que, al amparo de su nuevo modo de vida, siguieran practicando sus ritos y, sobre todo, ejercieran un proselitismo más sutil. Por esta razón se les prohibió la posesión de esclavos y el «rescate» de otros moros cautivos. Entre lo acordado por la Congregación de Granada en 1526, podemos entresacar lo siguiente:

«... que ninguno de los nuevamente convertidos no tenga en sus casas ni en sus haciendas esclavos moros... Y porque se podría tener cautela de tornarlos cristianos para los poder tener, mandamos que no tengan por esclavos ningún cristiano negro ni blanco, y que no tengan otros mozos de servicio que sean cristianos viejos de menos de edad de quince años, por el daño que dello se puede seguir... Mandamos que de aquí adelante ninguno nuevamente convertido pueda rescatar ni rescate moro alguno, si no se tornare cristiano, y después de rescatado no lo tenga consigo, sino que lo ponga a soldada luego con alguna persona cristiano viejo, porque le enseñe a vivir bien...»


LIBERACIÓN, RESCATE Y LIBERTAD

     La condición de la esclavitud era de carácter indefinido en cuanto al tiempo, pero no inherente a la persona ni a un grupo determinado; por esto, se podía caer en ella por ciertos motivos, algunos de los cuales ya hemos señalado, y salir de ella por otros. Dentro de las posibilidades existentes para abandonar la condición esclavista, podemos hablar de las ilegales y legales, y, si nos referimos a estas últimas, tenemos que considerar las de obligado cumplimiento, establecidas por la ley, y las de carácter exclusivamente personal, dependientes de la voluntad soberana del dueño del esclavo.

     Como éstas últimas eran imprevisibles y dilatas en el tiempo, los esclavos descontentos de sus condiciones vitales o del trato deficiente de sus dueños optaban por escapar de su estado servil dándose a la huida. Cuando así sucedía, el fugitivo vagaba por lugares solitarios, donde no pudiera ser reconocido, para evitar ser descubierto por la autoridad; por esta razón, a tal esclavo se le denominaba en el lenguaje de la época «descaminado» o «alzado». En algún momento el recurso a la huida debió estar muy extendido, como se desprende de una de las peticiones que los Procuradores hicieron al Rey en las Cortes de Toledo de 1559:

«Otrosi, dezimos que por todos estos reynos andan muchos esclavos fugitivos y cada día se incitan unos a otros a yrse a robar a sus amos, a lo qual da mucha causa no castigar a los tales esclavos de manera que aya escarmiento, antes la huyda es a costa y pena de los amos...»

     Los fugitivos se dirigían a menudo hacia las costas, para luego marchar a Berbería, o hacia núcleos de población numerosa, donde podían pasar más desapercibidos. Prácticamente casi siempre acababan en manos de la justicia o de algún particular, que se apropiaba de ellos si nadie los denunciaba como fugados. Cuando se comunicaba su desaparición, el propietario solía dar señas para su identificación, proporcionando características de su constitución e indicando algunos defectos físicos si los tenía. En ciertos momento debieron emplearse perros para salir en su búsqueda, costumbre que también pasó a América para perseguir a los cimarrones:

«Si alguno hiciese cosa que no debe, que le prendan en su casa como cristiano y no le busquen con perros en la sierra como a moro».

     Con objeto de luchar contra las fugas existentes y estimular la persecución cuando algún esclavo la había emprendido, se procuró dar una pequeña recompensa a aquel que colaborara en su captura. Las cantidades estipuladas ya existían por costumbre en algunos lugares y, además, en numerosas ocasiones el mismo dueño prometía gratificaciones variadas a personas que él consideraba idóneas para salir al encuentro del huido. El conseguir atrapar un esclavo en el menor tiempo posible podía constituir un gran ahorro para su señor, porque, como acabamos de ver en el texto de las Cortes, «la huyda es a costa y pena de los amos». Como nadie mejor que los negros conocían la manera de obrar de sus semejantes, los Procuradores en las Cortes de Madrid, en 1551, propusieron comprometer a los libertos en este menester, mediante una respetable recompensa, y así establecieron que el negro horro «que tomare esclavo fugitivo lleve de premio en prenderle mill maravedis, y ansi escusaran los esclavos de ser fugitivos».

     Quizás el implicar en España a los libertos en tareas de captura era también una maniobra destinada a apartarlos de su supuesta colaboración en las huidas de sus semejantes, pues estos mismos Procuradores afirmaban también lo siguiente:

«Otrosi, como los esclavos quieren ser libres, en siendo libres procuran de hacer malos a todos los esclavos, acogiendolos en sus casas y, lo que peor es, les dan sus cartas de horro, e ansi se hazen muchos fugitivos e llevan sus cartas de horro falsas. Suplicamos a Vuestra Magestad mande que las cartas de horro esten y passen ante el escrivano de Concejo e tenga el tal escrivano en su poder la carta y los tales esclavos horros sean obligados a bivir fuera, se les de la carta de horro con requisitoria de la justicia en forma, e que los tales libres no acoxan en su casa a ningun esclavo, so pena de cien açotes».

     El juego que hacían los libertos dejando sus cartas de ahorría a los esclavos era sumamente peligroso, porque si se la pedían a ellos y no la llevaban consigo eran automáticamente reducidos a su antigua condición. Se daba, incluso, la circunstancia de que estas cartas eran robadas violentamente a los ahorrados por personas que luego los denunciaban y se apropiaban de ellos, haciéndolos de nuevo esclavos. Para evitar éste y otros peligros, los libertos recurrieron a la protección de un procurador o Personero que en todo momento podía atestiguar sobre su libertad. Esta figura abundó mucho a principios de siglo y luego se fue diluyendo hasta casi desaparecer.

     Para los fugitivos, los castigos que se les imponían fueron diferentes según los momentos y la reincidencia en la fuga. A los azotes, como correctivo genérico, se añadían el destierro temporal o perpetuo de las costas y, a veces, las galeras. En la mencionada Congregación de Granada de 1526 se estableció que «de aquí adelante ninguno de los gazis que haya sido cautivo o rescatado, ni viva ni more, ni esté ni ande por las dichas Alpuxarras ni por la dicha costa de mar ni con diez leguas en derredor de ella, so pena de ser cautivo...»

     Siguiendo con esta idea, los Procuradores en las Cortes de Segovia, en 1532, pidieron que todos los moros berberiscos rescatados se establecieran a veinte o más leguas de la costa, aunque no hubieran pagado la totalidad de su rescate, «y sy dentro de las dichas veynte leguas entrare, qualquiera persona que lo tomare le aya y pueda tomar por su esclavo...»

     El Emperador no accedió a dicha petición y, en su lugar, estableció que al culpable se le dieran cien azotes y «la segunda vez sean llevados a las galeras».

     En algunos textos, sobre todo literarios, encontramos otros castigos físicos aplicados a los fugitivos, además de los consabidos azotes. Entre ellos el «lardear» o pringar, poner grilletes u otros hierros en los pies y el «herrar». Del primero ya hemos hecho mención anteriormente. Sobre el llevar impedimentos físicos que dificultaran los movimientos, fue una práctica que se venía realizando desde antiguo(10) y de la que encontramos algunos ejemplos en el siglo XVI:

«Y si el señor de la heredad tiene esclavos que anden con hierros, este es el oficio del campo en que mejor le pueden servir; porque no han de ir corriendo en este oficio tras el lobo que lleva el cordero, ni han de dar las vueltas que dan los que aran. No digo que hacen mejor este oficio los aherrojados que otros, mas que habiendo éstos en casa, este es oficio del campo que ellos mejor pueden hacer, ya que menos estorban los hierros que traen...»


¿No basta con haberme puesto
estos hierros sin huir,
sino que mandáis echarme
argolla y virote a mí...?

     El «herrar» en el rostro o en alguna otra parte del cuerpo fue una costumbre que muchos traficantes introdujeron para señalar los esclavos de su propiedad. Esta costumbre pasó a América y el propio Emperador poseía el suyo propio para señalar a los indios de su propiedad, hecho que suscitó una gran controversia. En España, podemos ver en ciertos documentos que, al hablar de algún esclavo, indican la parte del cuerpo donde se encuentra la señal marcada. En la literatura es muy abundante esta figura, lo que nos induce a pensar que el herrar a los esclavos fue algo que debió practicarse con cierta frecuencia, como en los casos anteriores, y luego fue desapareciendo paulatinamente. No puede extrañarnos esta práctica cuando la Inquisición podía poner alguna señal en el rostro de los que hubieran defraudado al fisco y, en las Cortes de 1563, los Procuradores habían pedido marcar con una L a los ladrones menores de veinte años, petición que no fue admitida por el Rey.

     Ahora bien, ¿por qué se herró en España? Los testimonios literarios apuntan a dos circunstancias concretas: para distinguirlos de las personas libres o para castigar a los fugitivos. En el primer caso, sólo se practicaría a los esclavos blancos y, de hecho, en la mayoría de los casos en que hemos encontrado esta figura está relacionada con esclavos de este tipo; este ejemplo de Cervantes, extraído de El celoso extremeño, está en esta dirección:

«... compró asimismo cuatro esclavas blancas y herrólas en el rostro y otras dos negras bozales...»

     Sin embargo, son más abundantes los testimonios que relacionan el herrar con la huida, de forma que sería un castigo impuesto a los que la hubieran intentado, ya fuera como escarmiento de su acción o como medida de prevenir otras fugas. Fray Luis de León, comentando unas palabras de S. Clemente en La perfecta casada, hace suya esta afirmación:

«... porque como el hierro en la cara del esclavo muestra que es fugitivo, así las floridas pinturas del rostro son señal y pregón de rameras...»

     Lope de Vega también acepta esta interpretación del herraje, como vemos en estos dos ejemplos: el primero pertenece a su comedia Los melindres de Belisa y el segundo a un soneto incluido en Rimas sacras:

Dícenme que es fugitivo:
Hoy has de mandar herralle.
¿Herrar, Belisa, aquel talle?...
Tengo lástima a la cara,
No merece hierro en ella
Besos de paz os di para ofenderos,
Pero si fugitivos de su dueño
Hierran cuando los hallan los esclavos,
Hoy me vuelvo con lágrimas a veros;
Clavadme vos a vos en vuestro leño
Y tendréisme seguro con tres clavos.

     Dice Hugo Celso en su obra que «después que el cautiverio por el derecho de gentes salteó la libertad, siguióse la buena obra de usar de hacer horros...»

     La liberación legal obligatoria estaba recogida, en parte, en Las Partidas, que señalaban algunos casos concretos de manumisión automática. Así, los siervos que descubrían al asesino de su señor o a los traidores del rey y del reino debían ser liberados, lo mismo que los esclavos que habían sido corrompidos por sus dueños o los que eran designados tutores de los hijos de un testador. En este código encontramos también otros dos casos de liberación obligada, pero siempre que se cumpliera una condición previa. El primero de ellos hace referencia al hecho de la copropiedad: si un esclavo pertenecía a varios dueños y uno de ellos decidía emanciparlo, los demás estaban obligados a ceder sus derechos para ahorrarlo «por precio justo y probado». La otra circunstancia se daba cuando un esclavo se casaba con una persona libre o entraba en religión con permiso expreso de su dueño. Tomás de Mercado añade otra: si se compra un esclavo injustamente, su dueño lo ha de liberar sin más. De todas formas, una cosa era la legislación y otra su cumplimiento, porque, a la hora de decidir, todo dependía de la voluntad de los dueños.

     Ésta se expresaba por diversos conductos (cláusula testamentaria o carta de ahorramiento) y de diversas formas, según el ámbito y la amplitud que se quisieran dar a la liberación. De esta forma podemos hablar de una liberación absoluta, relativa y condicionada. La libertad absoluta implicaba que el liberto adquiría una condición jurídica igual a la de las demás personas, de forma que, en adelante, tenía «poder para tratar y parecer en juicio y otorgar escrituras y testamentos».

     Esta capacidad no era total para aquel esclavo que, habiendo sido liberado de los lazos fundamentales de la esclavitud, seguía, sin embargo, manteniendo una cierta relación con su dueño, de modo que no podía llevarle ante los tribunales, le debía cierta reverencia y tenían que ayudarle en caso de necesidad. Esta dependencia se conocía como el derecho de patronazgo, que el antiguo amo podía ejercer sobre el esclavo liberado si así se manifestaba expresamente en el documento acreditativo del ahorramiento. Si el esclavo no se comportaba conforme a lo que se exigía en el patronazgo, su antiguo dueño podía castigarle y someterle de nuevo a servidumbre.

     La libertad condicionada estaba sometida a la observancia previa de ciertas cláusulas, cuyo cumplimiento desembocaban, automáticamente, en la liberación absoluta, si no se señalaba el estatuto de patronazgo, en franca decadencia a medida que avanzaba el tiempo. Los requisitos son variados y de carácter diferente. Uno de los que aparecen con más frecuencia es el de seguir sirviendo por un período determinado a una persona designada por el dueño o testador, pasado el cual el esclavo obtenía la emancipación. A veces, junto a este servicio se exigía una cierta cantidad de dinero. En otros documentos vemos que la liberación se concederá al esclavo si éste «aprende un oficio», si entrega al nuevo dueño cada mes un «real de plata» para que digan una misa por el que lo liberó, si no aprende la «lengua arábiga y es buen cristiano», si otra persona le sustituye en el trabajo que hacía, si observa buena conducta durante el tiempo que aún tenga que servir temporalmente, etc.

     En ocasiones, no se daba un plazo temporal, sino que se señalaba la edad en la que el esclavo debía ser liberado. Como quiera que muchos de estos ahorramientos condicionados estaban ordenados por testadores desaparecidos, los herederos que recibían los esclavos no ponían mucho empeño en cumplir las disposiciones testamentarias, por lo que asistimos con frecuencia a pleitos y a otras acciones judiciales, llevados a cabo por estos esclavos, en demanda de la aplicación de la voluntad de sus antiguos dueños.

     En un estudio nuestro sobre la esclavitud en España durante el siglo XVI , hicimos un estudio sobre la edad en que solía concederse esta emancipación voluntaria por parte de los dueños. Contrariamente a lo que se podía pensar en un principio, la mayor parte de estas liberaciones se otorgaron entre los 16 y los 30 años, siendo el período de más emancipaciones entre los 26 y 30 años. Es decir, que se solía liberar cuando el esclavo estaba en pleno vigor físico, lo que nos lleva a concluir que el esclavo en España, salvo alguna excepción, no era objeto de especulación laboral, y su posesión obedecía a otros motivos. A pesar de esto, observamos también que, entre los 46 y 50 años, hay un ligero aumento de las liberaciones, aunque no se llegue a los porcentajes de los períodos anteriores. En este caso podríamos pensar que existe un cierto sentimiento de desprenderse del esclavo, porque podría empezar a dar algunos problemas con la llegada de la vejez. Este hecho lo recogió y denunció Cervantes en el Quijote, cuando, al comparar el licenciamiento de los soldados viejos con los esclavos de esta misma condición, dice:

«... porque no es bien que se haga con ellos (soldados) lo que suelen hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no pueden servir, y echándolos de casa con título de libres, los hacen esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte...» (Parte II. Cap. IX).

     De 303 casos de emancipación que hemos estudiado en este apartado, el 39% correspondía a hombres y el 61% a mujeres. El hecho de que las mujeres fueran más ahorradas que los hombres puede ser otro indicativo más de que nos hallamos ante una esclavitud eminentemente doméstica.

     Junto a la liberación legal y voluntaria encontramos la emancipación rescatada, es decir, la que el esclavo podía conseguir cuando el dueño ponía precio a su libertad. Dos posibilidades había para conseguir la manumisión por este procedimiento: rescatarse a sí mismo, consiguiendo la suma que el propietario exigía, o que fueran otros los que aportaran tal cantidad. En el primer caso, el esclavo pedía permiso para pedir limosna y recoger los fondos necesarios o conseguía un trabajo que le permitiera obtenerlo. Con frecuencia se los acusaba de ladrones y de recurrir al robo con el fin de acumular el dinero necesario:

«... pues de los hurtos que hazen, se haorran en dos o tres o quatro años e son hombres bien dispuestos mançebos y muy perjudiciales...»

     Frecuentemente el esclavo era ayudado por otras personas y familiares a recaudar los fondos necesarios o pagaban enteramente el rescate. Hay casos en que se consigue la liberación mediante la entrega de otro esclavo o se compra al esclavo para, posteriormente, concederle la manumisión. Estos dos últimos casos se realizaban, en parte, porque con cierta frecuencia el dueño «especulaba» con el ahorramiento de su esclavo, pidiendo más dinero de lo que en realidad valía si lo vendiera. En la documentación que hemos manejado, hemos encontrado casos en los que la exigencia del dueño se eleva casi hasta el doble de lo que valía un esclavo de la misma edad y condición que el que deseaba liberarse.

     La especulación es aún más evidente cuando el esclavo es liberado por terceras personas. Por ejemplo, en 1512 se pidió en Sevilla por un negro un rescate de 15.000 maravedíes, cuando ninguna venta de esclavos, ese mismo año, alcanzó esa cifra. En Córdoba, en 1572, se pagó por una mujer de 50 años un rescate de 17.150 maravedíes, cuando el precio medio de venta para mujeres de sus mismas características estaba en torno a los 14.000. En la misma ciudad un marido, que quiso rescatar a su mujer, debió pagar por ella la enorme cantidad de 42.000 maravedíes, siendo así que el precio más alto de venta era para las mujeres de 20-29 años, por las que se daban alrededor de 37.000. Los ejemplos que podríamos seguir aduciendo son muy numerosos...

     La forma de pago se establecía en el momento en que ambas partes se comprometían a buscar la liberación. En general, aquélla podía abarcar varios años, pero el esclavo quedaba en libertad condicional en el momento en que abonaba una cierta cantidad. En muchas ocasiones asistimos a la entrega de la suma total, lo que nos hace pensar que el dueño no concedió la carta de ahorramiento hasta tener en su poder el importe total. Pero era muy corriente el escalonar los pagos. Traemos un extracto de un contrato de liberación rescatada, como ejemplo de plazos y condiciones que se estipulaban en este tipo de manumisiones. Se trata del Deán de la catedral de Murcia, que otorgó una carta de rescate a su esclava a la que, además de pedirle que se convierta al cristianismo, le puso estas condiciones de pago:

«... los veynte e çinco mill maravedis del dicho vuestro rescate... quiero que los dedes e paguedes al dicho señor deán... de oy... fasta quatro años primeros vynientes e conplydos, en fin de cada un año seys mill e dozientos e çinquenta maravedis, que es la quarta parte, so pena de pagar con el doblo...»

     La liberación rescatada se convirtió para los dueños en un negocio lucrativo y, desde hacía mucho tiempo, se institucionalizó este tipo de manumisión para un tipo de esclavitud que se llamó cautividad. Cautivo, de la misma raíz que captura, era aquél que había caído en cautiverio por algún acto violento, y su estado era temporal hasta que se le rescatara. Sin tener jurídicamente la condición de esclavo, era tratado, de hecho, como uno de éstos y, si su dueño lo consideraba oportuno, podía declararle esclavo a todos los efectos, rechazando cualquier tipo de rescate. El cautivo dependía de otras personas que pagaran por él los derechos de su liberación.

     Pronto se convirtió en una obra de misericordia y surgieron instituciones religiosas cuya misión principal fue, precisamente, la redención de cautivos. La primera de ellas, la Orden Trinitaria de Redención de Cautivos, surgió en 1198 por iniciativa del francés San Juan de Mata. Poco después, en 1218, se fundó en Barcelona, por San Pedro Nolasco, la Orden de Nuestra Señora de la Merced, ambas con la misión fundamental de colaborar directamente en redimir cautivos. En el tiempo que estamos considerando, ambas Órdenes estaban en pleno desarrollo de sus funciones, y desempeñaron un papel de primer orden en la lucha contra la esclavitud.

     La forma de llevarse a cabo el rescate fue transformándose a lo largo del tiempo, hasta que se canalizó mediante estas dos Órdenes religiosas:

«Escogían muchos para hacer la redención, hombres buenos, que fuesen de buena sangre y nombre, no pobres ni codiciosos, esforzados, verdaderos, piadosos y que supiesen arábigo. Juraban él mismo y otros doce hombres en los Evangelios o en manos del Rey, o Consejo que lo elegía y enviaba, que tenía todas aquellas partes y virtudes, y con esto le daba carta patente del oficio y un pendoncillo con las armas reales, y los dineros de la redención, ya fuesen de mandas, ya de la hacienda propia del cautivo, y aún le daban los bienes del que moría cautivo por falta de no lo redimir quien era obligado. Hase perdido ya esta costumbre, o por acabarse en España la guerra con moros o por haberse pasado la redención a los frailes de la Merced y Trinidad, que tienen este cuidado de muchos años a esta parte...»

     Este personaje al que se refiere el cronista recibía el nombre de Alfaqueque. Fue un cargo eliminado por los Reyes Católicos por sospecha de espionaje y, desde entonces, los rescates que se hacían al margen de las dos instituciones religiosas, debían realizarse con permiso del Rey en cada ocasión. También en este punto se introdujo la iniciativa privada y algunas personas sobresalieron en esta clase de comercio, destacándose a la hora de mediar en estos tratos. Los canarios fueron los que mejor entendieron en este menester, que, generalmente, proporcionaba buenas recompensas económicas.

     El dinero para redimir cautivos podía provenir de limosnas, mandas, votos, promesas, cláusulas testamentarias, ayudas oficiales, etc. Con frecuencia, este dinero era insuficiente y los familiares del cautivo debían recurrir a su propios medios para conseguirlo. Una de las formas más corrientes de intentarlo era hacer colectas privadas, pidiendo una aportación voluntaria de la gente; pero para esto se necesitaba un permiso de la Corte:

«Diego de Vega, vecino de la ciudad de Málaga, cautivo que fue... doy todo mi poder a Gaspar de Vega, mi hijo,... para que por mí y en mi nombre y como yo mismo pueda pedir y demandar así en esta ciudad de Sevilla... como en otra cualquier parte de este reino de Castilla cualesquier limosna o limosnas para ayuda del rescate de Francisco de Vega, mi hijo legítimo, hermano del dicho Gaspar de Vega, la cual pueda pedir y pida durante el tiempo de una provisión que para pedir dichas limosnas tengo de sus majestades y de los señores de su muy alto Consejo... la cual me dieron para ayuda del rescate del dicho mi hijo...»

     Con frecuencia, el precio del rescate solía ponerse en los lugares donde se llevaba a cabo el rescate, pero los abusos en el precio y la especulación aparecían con cierta asiduidad; esta circunstancia impedía no pocas veces el cerrar el trato y, por lo tanto, que cautivo quedara sin redimir. Ésta pudo ser la causa por la que en una información pública, sobre la reglamentación del comercio con Berbería, uno de los encuestados proponía:

«...que se devria poner remedio en el rescate de los cautibos... que no se concertase el precio del rescate dentro en Verberia, sino en puertos de Cristianos e que alli aya personas de diligencia e concença que tengan cuenta con las mercaderias e rescates que se fizieren...»

     Considerada como obra de misericordia, la redención de cautivos aparece frecuentemente en los documentos de la época como uno de los objetivos prioritarios del dinero destinado a obras de beneficencia. En este sentido, la urgencia de ganar méritos para la otra vida, hace que muchos testadores suscriban cláusulas testamentarias en las que se recogen las cantidades dejadas para este menester. A veces se deja un dinero determinado y otras se indica el número de cautivos a redimir; en ocasiones, aunque no es muy corriente, se señalan concretamente los nombres de los cautivos que se quieren liberar o, si no, se indican de forma genérica aquéllos que tuvieron alguna relación con el testador. A este respecto, nada más ilustrativo que una de las cláusulas del testamento del propio Emperador:

«Otrosí, ordenamos y mandamos que dentro del dicho año de nuestro falleçimiento se distribuyan treinta mil ducados de limosna en esta manera: los diez mill para redimir cristianos captivos en tierra de infieles, los que mas justo pareçiere, prefiriendo los que hovieren sido captiuos en armadas nuestras donde nos hayamos hallado presente, y después, los que en las otras armadas nuestras hovieren sido captiuos...»

     De tal forma se extendió esta práctica y adquirió tal importancia durante el siglo XVI y después que, aun siendo considerada una obra piadosa, Felipe II no dudó en emplearla como propaganda política a la hora de hacerse con el trono de Portugal. A su embajador en este país le dio una serie de instrucciones con las que presionar al monarca portugués y a sus cortesanos, para que se pusieran de su lado. En una de estas disposiciones podemos leer:

«Que cuando me declaren y juren por sucesor de esos reinos, les haré gracia y mandaré que se den trescientos mil ducados para rescate de cautivos, los doscientos mil para rescatar hidalgos repartidos como allá se ordenare y los cien mil para cautivos pobres, y éstos a disposición de la misericordia de Lisboa(11)...»

     Los problemas del esclavo no se acababan con la liberación formal, pues, como hemos anotado, los herederos y otras personas no ponían en práctica lo que habían dispuesto los testadores; ocasiones hubo, incluso, en que algunos se apoderaban de los recién liberados, les robaban los documentos que acreditaban su manumisión y se hacían con ellos reduciéndolos de nuevo a esclavitud. Para evitar toda este serie de problemas, los esclavos recurrieron a la protección de un procurador especial, conocido con el nombre de Personero, que pudiera testificar en todo momento por la libertad conseguida. En muchos casos, el ahorramiento no fue el principio de una vida fácil, porque abrirse camino en la nueva situación no estaba al alcance de todos; no pocos pasaban a engrosar el número de «negros y malhechores»(12) que se dedicaban al robo y al crimen sobre todo en las montañas de Andalucía.

     También los hubo que no sólo consiguieron adaptarse a su nuevo marco vital, sino que, incluso, lograron triunfar y situarse en la parte alta de una sociedad que, antes, los había tenido reducidos en los escalones más bajos. Uno de los ejemplos que más llamó la atención fue el de Juan Latino, que llegó a ser catedrático de latín en Granada y fue enterrado en una de las iglesias de esa ciudad. Sobre él hizo una comedia Juan de Enciso y Lope de Vega, en La dama boba, se refiere a él en una de las escenas:

No era tan blanco en Granada
Juan Latino, que la hija
de un veinticuatro enseñaba;
y con ser negro y esclavo,
porque su madre esclava
del claro duque de Sesa,
honra de España y de Italia.
Vino a casarse con ella,
que gramática estudiaba,
y la enseñó a conjugar
en llegando el amo, amas,
que así llama al matrimonio
el latín...



1.      «Porque el tiempo que los nuestros estuvieron en Asia fue muy poco, y éste le ocuparon siempre en vencer y alcanzar señaladas victorias de sus enemigos, de donde les resultaba infinita ganancia de las presas que hacían, que era tanta, que algunas veces las dejaban, o por no poderlas llevar o por estimarlas en poco». (MONCADA, F. Espedición de los Catalanes y Aragoneses contra Turcos y Griegos. Captura de esclavos en Asia. Cap. XVIII).

2.      En una de las crónicas sobre la batalla de Las Navas de Tolosa, leemos a propósito de la intervención de los negros: «Al- Nasir vino a ocuparla y se sentó sobre su escudo con el caballo al lado; los negros rodearon la tienda por todas partes con armas y pertrechos. La zaga, con las banderas y tambores, se puso delante de a guardia negra... Los infieles los persiguieron espada en mano hasta llegar al círculo de negros y guardias que rodeaban a Al-Nasir, pero los encontraron que formaban como un sólido muro y no pudieron abrir brecha; entonces volvieron las grupas de sus caballos acorazados contra las lanzas de los negros, dirigidas contra ellos, y entraron en filas. Montó Al-Nasir en la yegua y el árabe en su caballo le precedía, rodeados ambos por un fuerte destacamento de negros, a cuyos alcances iban los cristianos... Los negros, que iban delante de él en la guerra y que formaban su guardia, eran 30.000...» (ABI ZAR, I. Rawd Al-Quirtas. Versión presentada por HUICI MIRANDA. Valencia : 1964).

3.      En este contexto es fundamental la expedición de Antâo Gonçalves, en 1441, que comenzó a orientar los viajes hacia la captura y trata de esclavos. Había sido enviado a buscar pieles y aceite de lobos marinos, pero, esto le parecía muy poco y así se lo expuso a sus compañeros: «Ca me parece que serya vergonha tornarnos assy ante a ssua presença com tâ pequeno seruiçio... Oo que fremoso aqueecimento serya nos que viemos a esta terra por leuar os primeiros catiuos âte a presença de nosso principe...» (ZURARA, G.E. de. Crónica dos feitos notáveis que se passaram na conquista de Guiné por mandado do Infante D. Henrique. Cap. XII).

     Hubo momentos en los que la iniciativa castellana se adelantó a la de los portugueses, como nos dice el propio Zurara que aconteció a una carabela, enviada a la bahía de Mesa, y allí su capitán se enteró de «como huû mercador de castella, que se chamaua marcos cisfontes, tijnha daquele lugar XXVJ mouros ja regatados pera se darem por certos guyneus...» (Ibidem. Cap.LRIIJ).

     Sobre este particular puede consultarse nuestro trabajo: CORTÉS LÓPEZ, J. L.: Importancia de la esclavitud en la expansión portuguesa en África y su repercusión en el mundo hispánico. En Las relaciones entre Portugal y Castilla en la época de los descubrimientos y la expansión colonial. Salamanca : Ediciones de la Universidad de Salamanca, 1992.

4.      Así piensa, por ejemplo, S. ISIDORO DE SEVILLA: «Propter peccatum primi hominis, generis poena divinitus illata est servitutis, ita ut quibus aspicit non congruere libertatem, his misericordius irroget servitutem. Et licet peccatum humanae originis per baptismi gratiam cunctis fidelibus dimissum sit, tamen aequus Deus ideo discrevit hominibus vitam, alios servos constituens, alios dominos, ut licentia male agendi servorum potestate dominantium restringatur». (Sententia 3, 47).

5.      Archivo General de Simancas. Guerra Antigua. Varios. Cédula dada en el Pardo el 27 de enero de 1597.

6.      «También señora os levantan que tenéis una esclava lora o loca, la cual es muy grande hechicera, y dicen que os ha dicho y afirmado que en breves días os llamarán Señoría y a vuestro marido Alteza...» (GUEVARA, A. Epístolas familiares. Parte I. Epístola XLVII: Letra para Dña. María de Padilla, en la cual le persuade el autor se torne al servicio del Rey y no eche a perder a Castilla).

7.      «En el año de 1442, viendo el infante que se había pasado el cabo de Bojador... y que los navíos que enviaba traían muchos esclavos moros, con que pagaba los gastos que hacía, y que cada día crecía más el provecho y se prosperaba su amada negociación... «(Historia de las Indias. Lib. I. Cap. XXIV).

8.      «porque en Castilla y Portogal y Aragón y Italia y Cecilia y las islas de Portogal y de Aragón y las Canarias gastan muchos esclavos, creo que de Guinea ya no vengan tantos; y que viniesen, uno destos vale por tres, según se ve...»

9.      Archivo General de Simancas. Negociado de Cortes. Leg. 7.

10.      «... llegamos en tres jornadas a Osuna, villa del Marqués de Cádiz, en la que vimos más de trescientos moros cautivos con grilletes...» (Munzer. Viaje por España (1494-1495) IX. Málaga, nº 4).

11.      Colección de Documentos inéditos para la Historia de España. V. VI. Pág. 649.

12.      LORENZO DE PADILLA. Crónica de Felipe 1º llamado el Hermoso. Lib. I. Cap. XVI.



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