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Política y religión

Política

Las «Españas» de Carlos V

María Luz González

(Profesora de la Universidad Nacional de Mar del Plata)



     La historia entendida como una dialéctica permanente entre continuidades y cambios, entre estructuras colectivas y sucesos irrepetibles a través de los cuales cada momento o cada época definen su identidad, puede contribuir a una mejor aproximación a conceptos particularmente clarificadores pero que a veces resultan complejos y difíciles de integrar a nivel consciente. Un acercamiento a realidades y sistemas de representación colectivos que existían hace quinientos años, implica realizar tareas de decodificación. Aunque haya vinculaciones con el pasado tenemos la obligación de replantear ciertas cuestiones con el fin de desmitificar conceptos instalados que no se corresponden con la realidad histórica. En todo caso debemos buscar la contextualización adecuada para su utilización, tratando de evitar los riesgos que implica el presentismo.

     Un tema a considerar, es la utilización del concepto de España. Nos referimos con cierta recurrencia a España, pero deberíamos aclarar que se debe a cuestiones operativas, dado que nos permite entendernos mejor, puntualizando que deberíamos hablar con más exactitud de las Españas. Comprender este problema cuando hablamos de los tiempos del Emperador, es más complicado si la aspiración es lograr una adecuada utilización de categorías de análisis. A partir de 1492 y respecto al tema americano, también tenemos que precisar que fue la Corona de Castilla la que incorporó las Indias, una Castilla que también estaba integrada por varios reinos y por lo tanto no exageraríamos si habláramos de las Castillas.

     No se trata de una simple manía por pluralizar, sino más bien de reflexionar sobre algunos problemas que hacen a una mejor comprensión de las realidades peninsulares en la época de Carlos V. Para entender esta situación nos parece necesario hacer algunas observaciones en torno a 1492, fecha que ha sido considerada en cuanto a la Historia de España, bifronte y mítica, en cuanto culminación de una etapa histórica y el comienzo de otra. La España que llegó a América era, con sus grandezas y defectos, el resultado del entrecruce y contacto de musulmanes, judíos y cristianos a lo largo de casi ocho siglos. En este proceso encontramos algunas de las claves explicativas de sus instituciones y de su sistema de representaciones.

     El tratamiento puramente dinástico y lineal que dominó durante años la historiografía de lo que hemos convenido en llamar la modernidad clásica, hacía referencia casi ineludible a unos antecedentes que procedían de una visión extremadamente pesimista de Castilla bajo el reinado de Enrique IV (1454-1474) y a una visión opuesta del reinado glorioso y milagroso de los Reyes Católicos que simbolizaban la "unión" de los reinos de Castilla y Aragón.

     No ponemos en duda la desastrosa gestión de los asuntos públicos durante los reinados de Juan II y Enrique IV, pero tampoco que la corona de Castilla en su conjunto estaba en una fase expansiva y de floreciente vitalidad en la que se manifestaban signos positivos enmascarados por reyes poco ocupados de sus funciones.

     Los Reyes Católicos encauzaron unas fuerzas que ya venían manifestándose, cumplieron con su «oficio» de reyes y presenciaron el comienzo de una expansión que sería interpretada, según las ideologías, a través de alabanzas o críticas.

     En el momento en que se produjo la unión personal de los Reyes Católicos, los reinos -herederos de los reinos cristianos medievales- se presentaban agrupados en torno a los ejes castellano, catalano-aragonés y navarro. Estos conjuntos regionales eran diferentes en su peso demográfico, en su extensión geográfica, en sus manifestaciones sociales y económicas, tanto como en sus destinos aunque estuvieran relacionados por complejos procesos que eran resultado de largos siglos de contactos y uniones dinásticas, culturales y humanas y sobre todo por su lucha común contra el Islam.

     En consecuencia, 1492 no es sinónimo de unificación peninsular, como se suele repetir porque no se unieron los reinos que si bien tendrían los mismos reyes, cada uno de ellos mantendría sus instituciones particulares y sus privilegios adquiridos que Carlos V conservó y respetó.

     Carlos V recibió como consecuencia de la herencia por línea materna. Las relaciones se volverían complejas a partir de las aspiraciones a la unidad del centro por una parte y de la defensa de los particularismos y tradiciones del resto de las regiones a través de un complicado proceso dialéctico. Esas Españas diversas, contradictorias y a veces difíciles de comprender son las que encontró Carlos de Austria. Pero además -también en 1492- Castilla había incorporado América.

     ¿Una casualidad afortunada?

     En cuanto al tema americano que tanto condicionaría la política imperial, se trataba de ¿Casualidad? ¿Simple aventura? ¿Un pueblo desinteresado e ignorante respecto a las empresas marítimas había sido beneficiado por la fortuna? Es frecuente encontrar estas ideas formuladas como afirmaciones ¿Quién podría negar la cuota de azar presente en 1492? Pero, esto no invalida la empresa colombina ni empaña las fuerzas reales que participaron en la llegada y permanencia de los españoles en el continente americano.

     Contrariamente a lo que se ha venido sosteniendo en muchas oportunidades, había una vasta tradición marinera cantábrica y andaluza que garantizaba una experiencia suficiente en las actividades relacionadas con el mar, actividades que llegan a su punto de madurez en el siglo XV dentro del ámbito castellano.

     No hubo predestinación. Se trataba de un hecho más simple, de la conjunción de una serie de elementos que explican la llegada al continente americano: posición geográfica, infraestructura socioeconómica para ese género de empresas, una buena tradición marinera, suficiente tensión demográfica, luchas sociales internas y desarrolladas técnicas marítimas y científicas.

     Como una muestra de lo que afirmamos, recordemos que Castilla había demostrado su interés en el Atlántico al ocupar las islas Canarias durante el reinado de Enrique III (1390-1406) y lo confirmó en el Tratado de Alcazovas (1479) que supuso una paz temporal con Portugal al que se reconoció el derecho por conquista y ocupación sobre las tierras situadas desde el cabo Bojador hacia el sur reservándose Castilla las islas Canarias descubiertas y por descubrir.

     Desde luego -aunque no es el objeto de esta reflexión- los problemas del Emperador no se reducían a las cuestiones a resolver en el plano peninsular y americano. Hasta la mitad del siglo XVI gran parte de las decisiones en la política europea y de las relaciones con el «otro» Imperio pasarían por sus manos. En todo caso, conocer las reglas del juego de la situación internacional es otra condición a tener en cuenta si pretendemos una aproximación adecuada a las cuestiones de la «política interior» peninsular.



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