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Cultura

Notas históricas


La literatura española en tiempos del emperador Carlos V

Javier San José Lera

Universidad de Salamanca



     Si establecer fronteras cronológicas es una labor ingrata por lo que tiene de falseamiento, hacerlo con movimientos culturales de larga duración y en los que los cambios sólo se perciben en la distancia y en los logros de los grandes hitos, es aún más complicado. La literatura española que se asoma al siglo XVI, como tantas otras manifestaciones de la vida cultural, se percibe como el resultado de una tensión entre hábitos procedentes del intenso siglo XV, con duradera penetración en el siglo XVI, y las imposiciones del nuevo impulso cultural que supone el desarrollo de los ideales humanistas. De la misma manera que la literatura española de la segunda mitad del siglo XVI solamente se explicará en muchas de sus mejores manifestaciones, como resultado de las circunstancias y los logros que la precedieron.

     Tomando como fechas orientadoras las de la vida del Emperador in hac lachrimarum valle -palabras con las que se cierra en el quicio de los siglos XV y XVI el llanto de Pleberio y toda la Comedia de Calisto y Melibea (Burgos, 1499)-, es decir, 1500 y 1558, dos hechos de repercusión en la historia literaria parecen acompañar los pasos en el mundo del que será Carlos I en España y V en Alemania: el nacimiento de Garcilaso de la Vega en 1501 y la publicación del Lazarillo de Tormes en 1554.



El humanismo y la nueva organización de los saberes

     Una nueva organización de los saberes se plantea como alternativa a la progresiva especialización técnica hacia la que se ha ido decantando la Universidad medieval. El lenguaje de la ciencia, el latín, ha evolucionado para convertirse en una lengua útil para la transmisión de conocimientos, pero alejada del lustre y la elegancia de los grandes creadores clásicos. Así, al menos piensan quienes, profesores de lenguas clásicas en su mayoría, proponen una vuelta a los esplendores literarios de los grandes clásicos grecorromanos, para que la lengua latina, sin dejar de ser el vehículo para la comunicación del conocimiento científico, sea igualmente una lengua elegante y hermosa, hermoseada con los colores de la retórica clásica.

     De este deseo de volver a la elegancia de la lengua latina surge la necesidad de leer a los autores en los que se cifran las claves del estilo, volver a leer a los buenos autores del pasado para aprender en ellos su uso de la gramática e imitar sus logros estilísticos. Renacer de los clásicos, Renacimiento, que trae consigo no sólo un gusto por la lengua y sus estudios (la Gramática, la Retórica, la Filología), sino por todo aquello que los autores clásicos transmiten en sus textos: Historia, Filosofía moral y filosofía natural, Ética, Estética. Todo ello constituye el nuevo elenco de saberes destinados a la perfecta formación del individuo, alejado de los saberes técnicos universitarios, los studia humanitatis.

     La presencia de los clásicos se convierte en moda que vertebra la cultura del Renacimiento y que explica, también en la literatura, el gusto por determinados temas, formas y conceptos. Sin embargo, esto no es nuevo en el siglo XVI; por más que los humanistas quisieran presentar su luminoso programa cultural como opuesto a la oscuridad de esa edad intermedia entre la antigüedad grecorromana y la suya propia, lo cierto es que el mundo medieval no perdió, en ningún momento, el contacto con los clásicos, y particularmente en una segunda mitad del siglo XV que asiste a la lectura e imitación de los grandes autores romanos. E italianos.

     Lo italiano es el otro vector que recorre la literatura del Renacimiento español. De hecho, en muchos casos, lo clásico y lo italiano se dan juntamente; o dicho de otra forma, los españoles acceden al conocimiento de los clásicos a través de los modelos italianos que, por así decir, se los presentan asimilados en unas formas literarias romances.

     Otro factor de importancia en el desarrollo de la literatura del primer renacimiento es el desarrollo de la imprenta. Dejando de lado la valoración sobre los efectos predominantemente conservadores o progresistas de la imprenta en la nueva cultura, es un hecho que el cambio en la forma de difusión de los escritos contribuyó a la extensión de la lectura y a la difusión de autores y de nuevos géneros literarios, como la novela de caballerías. No obstante, la difusión manuscrita siguió existiendo, incluso de forma predominante en el caso de otros géneros literarios y particularmente de la poesía lírica.



La poesía lírica

     Es éste quizá el género en el que mejor se perciben las tensiones entre formas medievales y renacentistas, y dentro de estas la combinación de elementos clásicos e italianos. Cuando en 1526 Juan Boscán (traductor de uno de los libros de mayor fortuna e influencia en la España imperial, El cortesano de Baltasar Castiglione o Castellón, como se hispaniza su nombre), conversa con el embajador de Italia -que asiste en Granada con representantes de las cancillerías europeas, al recibimiento del Emperador tras sus recientes bodas en Sevilla- está poniendo fecha precisa a uno de los grandes cambios, y más duraderos, de la literatura española en el Renacimiento: la revolución italianizante de la poesía lírica. La imitación de los buenos autores de Italia trae consigo una revolución formal que comienza por lo más externo, la práctica de endecasílabos y heptasílabos, continúa con la renovación estrófica (tercetos, tercetos encadenados, cuartetos, liras, sonetos, estancias, la heroica octava real), prosigue con la adopción de nuevos géneros, algunos de ellos de estirpe clásica (canciones, églogas, epístolas, odas), y culmina con la incorporación masiva de nuevos temas y motivos temáticos (amor petrarquista, mitología, temas clásicos expresados con la topica clásica: carpe diem, beatus ille, etc.). Precisamente en este punto se comprueba la síntesis de los viejos temas medievales del amor cortés (crueldad y belleza suprema de la dama, comportamiento codificado del amante) con los nuevos tonos melancólicos aprendidos en Petrarca y en el dolce stil nuovo, y con la filosofía del amor neoplatónica puesta en circulación desde las academias florentinas por los escritos de Picco della Mirandola, Marsilio Ficino, León Hebreo, o Pietro Bembo: el amor como sentimiento que perfecciona al hombre y le provoca un ímpetu ascensional que llegará en algunos autores a expresiones casi místicas.

     Este lenguaje poético, inaugurado por Boscán y su amigo Garcilaso, recorre con la fuerza de la novedad la producción lírica de la primera mitad del siglo XVI (Gutierre de Cetina, Hernando de Acuña, Gregorio Silvestre), culmina en la segunda con el genio de Herrera y se instaura como corriente nacional definitivamente asentada en los grandes genios poéticos del Barroco. El éxito a largo plazo es tan grande, que la poesía dramática de nuestro gran teatro áureo se alimenta también de estas formas y estos temas. Pero hasta que se publica en Barcelona en la primera edición de Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega, esta poesía, que circula manuscrita, debe superar las reticencias de autores apegados a los viejos hábitos de la poesía castellana: versos octosílabos, coplas reales, de pie quebrado, canciones y glosas, decires y la tópica amorosa cancioneril que sigue cultivándose con vitalidad y que se difunde ampliamente en el Cancionero General de Hernando del Castillo, que ve la luz por primera vez en 1511, como práctica cortesana de la poesía. Al fin y al cabo, la corte es el ámbito preferente de la relación social del literato, hasta el punto que da lugar a sus propios subgéneros poéticos, como son los motes que acompañan los juegos cortesanos, costumbre de motejar que será uno de los hilos que tejan el posterior conceptismo de la poesía española (Luis de Milán, El cortesano, h. 1535). También al espacio de la corte, escenario de la cultura de la élite social y cultural, se asoma la producción tradicional, bien en forma de romances, bien en forma de cancioncillas, coplas o villancicos que se difunden en pliegos sueltos, en libros de música y, sobre todo, glosadas y recogidas con su música en cancioneros musicales, que acogen así en los ámbitos de la cultura elitista, algunas manifestaciones de la cultura de los márgenes.

La variedad de la prosa

     Si en la poesía lírica los modelos italianos se acaban imponiendo, la prosa romance se alimenta de modelos clásicos y se viste con los preceptos de la retórica. Cicerón, no sólo como preceptor sino, sobre todo, como cultivador de la prosa oratoria, se convierte en el modelo para quienes, como fray Antonio de Guevara, quieren dotar a su prosa de naturaleza literaria. Las obras del franciscano (Libro áureo de Marco Aurelio, presentado en 1524 al Emperador, biografía ficticia y ejemplar del emperador romano a través de sus epístolas; Relox de príncipes, de 1529, espejo de comportamiento principesco con el que presenta su íntima aspiración a ser consejero imperial, además del conocido Menosprecio de corte y alabanza de aldea o de las Epístolas familiares) son la referencia para el estilo elaborado y culto. Junto a él, el ideal cortesano propone una lengua más cercana a la coloquial, aunque sin perder nunca de vista la elegancia conversacional de quien se ha educado en el refinamiento de la corte.

     La prosa así concebida es vehículo idóneo para la difusión de contenidos culturales, desarrollando una serie de géneros adaptados a la finalidad didáctica. En el diálogo volvemos a encontrar la fusión entre lo medieval y lo renacentista (clásico e italiano), al transformase en género nuevo una tradición que remite, por un lado, a los debates medievales y las disputas escolares, y por otro, al diálogo mayéutico de las obras de Platón, al diálogo satírico de Luciano, al diálogo filosófico de Cicerón o al teológico de san Agustín, y ya más cerca, de los grandes diálogos italianos (el propio Il cortesano) o los coloquios erasmianos. En este género se vierten algunas de las obras de mayor resonancia para le época del Emperador, obras escritas, por ejemplo por su propio secretario de cartas latinas, Alfonso de Valdés, quien en el Diálogo de Lactancio y un arcediano defendía la política imperial que culmina con el Saco de Roma de 1527, o que en el Diálogo de Mercurio y Carón proyecta ideas del pensador de moda, Erasmo de Rotterdam. En la forma del diálogo se transmiten todo tipo de contenidos: desde los religiosos (Diálogo de doctrina cristiana del otro Valdés, Juan, más conocido por otro diálogo, el Diálogo de la Lengua), hasta la reflexión humanista sobre el currículum de estudios (El Scholástico de Cristóbal de Villalón), o la doctrina profemenina de raigambre medieval, aderezada ahora con la creencia humanista en la dignidad del ser humano (Diálogo en laude de las mujeres de Juan de Espinosa), pasando por los híbridos entre el relato de viajes, la autobiografía ficticia, y la sátira moralizante que son el Viaje de Turquía o El crotalón de Cristóbal de Villalón. Y en su pariente cercano, el coloquio, igualmente caben la sátira social (Coloquios satíricos de Antonio de Torquemada) que la doctrina matrimonial (Pedro de Luján, Coloquios matrimoniales).

     La variedad de los contenidos didácticos que caben en el género del diálogo es síntoma de otro de los principios que recorren la creación renacentista: la curiosidad extendida a los más diversos campos y que tiene su reflejo, también en otros géneros, como son las misceláneas, silvas o jardines. La erudición real o inventada alimenta estas obras cuya finalidad es la de acumular materiales variados, donde se alternan las historias naturales (y Plinio se lleva aquí la palma) los conocimientos científicos o pseudocientíficos, las curiosidades del pasado y del presente, los sucesos portentosos, etc. cumplen al tiempo una función recreativa y divulgadora. Destacan entre estas obras la Silva de varia lección de Pero Mexía y el Jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada.

     Curiosidad y variedad alimentan también la notable cantidad de tratados de toda materia que se escriben y ven la luz durante el reinado de Carlos V: de las matemáticas a la cocina, de la gramática a la medicina, la lengua romance extiende su radio de acción a territorios cada vez más amplios reservados tradicionalmente al prestigio académico de la lengua latina (que siguen cultivando hombres tan importantes para la cultura renacentista española como Juan Luis Vives o Antonio de Nebrija).

     Y no sólo la lengua romance, sino incluso, la cultura popular se asoma al ámbito de la literatura, no ya con el carácter excepcional que lo había hecho en Juan Ruiz, Alfonso de Talavera o Fernando de Rojas, sino con impulso de moda estable; y lo hace ya formando parte a manera de facecias, cuentecillos o refranes de obras mayores (de cualquier género), o bien dando lugar a recopilaciones de historietas (las mejores, posteriores al reinado del Emperador: Sobremesa y aviso de caminantes, Joan de Timoneda, El patrañuelo, o la Floresta española de Melchor de Santa Cruz) o a colecciones de refranes (como los glosados por Sebastián de Horozco en el Teatro Universal de Proverbios). En estas colecciones encuentran también los cortesanos alimentos para sus sales y agudezas.



La literatura espiritual

     Frente a la idea del paganismo renacentista, lo cierto es que la religión constituye en el Renacimiento un ámbito político y cultural de primera magnitud. Si la política exterior del Emperador Carlos tiene una de sus facetas más relevantes en las Guerras de Religión, este fenómeno tan determinante de la Edad Moderna, tiene en la raíz de los conflictos circunstancias que pertenecen al ámbito de las letras. De la misma manera que el Humanismo pone en circulación a los clásicos y convierte la Filología en una de su disciplinas predilectas, en la medida en que resuelve los problemas de lectura de esos textos tan queridos, una corriente humanista pretenderá aplicar a los textos bíblicos los avances en el conocimiento de las lenguas. El contacto filológico con los textos bíblicos denuncia errores de traducción e interpretación, que deberán ser evitados en nuevas traducciones y con nuevos estudios: es el terreno de la Filología Bíblica que inauguran para el Renacimiento Lorenzo Valla o Nebrija, y que tiene su primer hito histórico en la publicación de la Biblia Políglota Complutense.

     Al mismo tiempo, se extiende desde la Edad Media una corriente crítica contra los comportamientos de la Iglesia, alimentada con el deseo de recuperación de la pureza de las creencias a imitación de los primeros cristianos, y la imitación de Cristo (el título del influyente tratadito de Tomas de Kempis, traducido por fray Luis de Granada), aprendida con la lectura piadosa y el conocimiento de los textos bíblicos. Es la Philosophia Christi aprendida en San Pablo y predicada desde numerosos textos y con el ejemplo virtuoso de santos ilustres (Catalina de Siena, Ángela de Foligno).

     Estas dos líneas, la de la Filología Bíblica y la de la voluntad de reforma, confluyen en quien es quizá el pensador más influyente en la España del Emperador, Erasmo de Rotterdam. Ejemplo de humanista cristiano, no limita su obra a los contenidos religiosos, sino que indaga en los clásicos en busca de una combinación de piedad y letras que vertebra su obra. Los contactos directos con Erasmo y las traducciones de sus obras provocan una gran difusión e influencia de sus ideas a las que se ha dado el nombre de erasmismo y que abarca desde las propuestas de lecturas piadosas para vivir la religión interiormente, hasta la presencia de un irenismo de raíz paulina, la crítica social y de lo poderes políticos y eclesiásticos, o los programas para la educación del príncipe cristiano. El apogeo de la influencia de Erasmo se produce en torno a 1527, en que sale libre de las acusaciones de los teólogos reunidos en Valladolid.

     En este ambiente se desarrolla en España una abundante literatura religiosa, que pone las bases para el desarrollo poderoso de las corrientes literarias de la segunda mitad del siglo. Francisco Ortiz, Bernardino de Laredo (Subida del monte Sión), Francisco de Osuna (Abecedarios espirituales), Alonso de Madrid, etc., que no pocas veces roza o traspasa abiertamente los límites de la ortodoxia, dando lugar a un ambiente de vigilancia, sospecha y confrontación espiritual, que culminará en 1559 con la publicación del Índice de libros prohibidos del inquisidor Valdés.

     De la enorme marea de la literatura espiritual merecen mención aparte por su influencia o por su calidad literaria, Ignacio de Loyola, que compone en 1522 sus primeros Ejercicios espiritualesy fray Luis de Granada, que se da a conocer en 1554 con su Libro de la oración y meditación, al que seguirá la Guía de predicadores, etc. En 1558 ven la luz los Comentarios al Catechismo cristiano del arzobispo de Toledo Bartolomé Carranza, cuyo posterior proceso y condena causará pavor entre los fieles tanto por la posición social del procesado como por el rigor de la condena, y mostrará a las claras los peligros del cultivo de la literatura espiritual en tiempos de confrontación y sospecha. Tiempos recios que se anuncian ya al final del reinado del Emperador.



La prosa de ficción

     Pero no todo es transmisión de saberes o conflicto espiritual en la literatura española renacentista. Hay también un espacio para la ficción, desarrollada en el teatro o en la incipiente narrativa que avanza ahora hacia los logros de la centuria siguiente.

     La imprenta concede alas a narraciones procedentes de la tradición medieval, como la novela sentimental y, sobre todo, la novela de caballerías, lectura predilecta de la población que las leía o se las hacía leer por los alfabetizados como forma de llenar de fantasías los ratos de ocio. En 1508 inaugura el género el Amadís de Gaula refundido por Garci Rodríguez de Montalvo y seguirán después los Palmerines de Oliva, las Sergas de Esplandián, los Floriseles de Niquea, etc. nombres conocidos, sobre todo, por la puesta en solfa posterior del genial Cervantes.

     Narraciones de corte idealista e inspiración italiana, como es la novela pastoril a imitación de La Arcadia de Sannazaro, la novela morisca o bizantina, que dejarán también descendientes en la literatura española posterior, contrastan con el sorprendente relato que ve la luz simultáneamente en Amberes y varias ciudades castellanas en 1554: la Vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades. El formato en octavo del impreso nos habla de un texto sin pretensiones, destinado al consumo popular; pero su contenido con apariencia realista, el hecho insólito de convertir en héroe no a los fantásticos caballeros de las narraciones medievales, sino a un auténtico desheredado, pobre y al final cornudo consentido, que pone su propia voz a la narración y construye (y critica y deforma) desde sus ojos el mundo que le rodea, convierten a este breve relato en la primera novela moderna.



El teatro

     Camino hacia la modernidad que el teatro tardará más en seguir. Después del logro sin precedentes en el teatro medieval de la Tragicomedia de Calisto y Melibea, la vieja Celestina, nada podemos encontrar de semejante entidad durante el reinado del Emperador. Un teatro cortesano (églogas, farsas o comedias a la italiana) muy convencional practican Juan del Encina, Lucas Fernández, Torres Naharro o Gil Vicente, aunque aquí y allá podamos ir cortando mimbres que luego formarán el cesto del gran teatro áureo español, que es el del siglo XVII. Un teatro de carácter religioso o sacramental, heredero de las viejas representaciones del ciclo de Navidad o de Pasión al que se unen ahora las fiestas del Corpus, viejas desde el propio título del códice que recoge buena parte de ellas, el Códice de Autos viejos. Un teatro, en fin de corte popular, que al final del reinado del Emperador, verá crecer las representaciones del primer hombre de teatro que camina hacia formas nuevas, Lope de Rueda, autor de comedias y, sobre todo, importante por sus Pasos, breves juguetes cómicos donde el folclore y el ingenio, apenas sostienen un texto que minimiza su importancia frente al trabajo de puesta en escena y representación de actores, pero con enorme éxito popular. Quedan aun bastantes años para que el joven Félix Lope de Vega viaje a Valencia y entre allí en contacto con unas representaciones que anuncian ya su arte nuevo.



La imagen literaria del emperador

     El humanista sevillano Pero Mexía es nombrado en 1548 cronista oficial del Emperador, después de haber publicado una Historia imperial y cesárea (Sevilla, 1545) que comprende la historia desde César hasta Maximiliano I; la crónica oficial del Emperador titulada Historia del Emperador Carlos V, quedaría inconclusa por la muerte del autor en 1551, recogiendo sólo lo acontecido hasta la coronación imperial en Bolonia en 1520. Podríamos decir que él es el portavoz de la imagen oficial del Emperador, así como los grandes héroes de la antigüedad tuvieron cerca quien escribiera sus glorias para asegurar su fama. El contrapunto bufonesco lo pone la Crónica burlesca del Emperador Carlos V, de Francesillo de Zúñiga.

     Cuando muere el Emperador en 1558, está creciendo o se está preparando la nueva generación de escritores que se dará a conocer en torno a los años 60 y 70 del siglo XVI: Teresa de Jesús prepara su espíritu para emprender un camino de perfección que le llevará en cuatro años a su primera fundación; fray Luis de León se forma como teólogo, estudiando Teología en Salamanca y Alcalá; un joven Juan de Yepes no es aún, a los dieciséis años Juan de la Cruz y observa el vuelo alto de las aves de cetrería; mientras, el niño Miguel de Cervantes recorre con sus tiernos once años las tierras de la Mancha, con una espada de madera persiguiendo gigantes.

     Mientras agoniza el Emperador, resonarían como un eco en los sobrios muros de Yuste las primeras acusaciones al rey extranjero predicadas a voces desde púlpitos vallisoletanos; pero resonarían también -las lanzas tornadas en cañas- los versos vibrantes de Hernando de Acuña exaltando las dotes mesiánicas del emperador y conectando su propio nombre con el del glorioso Carlomagno:

   Invictísimo César, cuyo nombre
el del antiguo Carlo ha renovado
al sonido del cual tiemble y se asombre
la tierra, el mar y todo lo criado...

     Y sonaban también, ya lejanas, (sic transit gloria mundi) las esperanzas de una «edad gloriosa» que anunciaba el mismo poeta en los célebres versos del soneto

Ya se acerca, señor, o ya es llegada
la edad gloriosa en que promete el cielo
una grey y un pastor sólo en el suelo
por suerte a vuestros tiempos reservada.
(...)
un Monarca, un Imperio y una Espada.

     La misma tipología bíblica del rey como pastor que había predicado Cipriano de la Huerga en 1556, cuando el Emperador Carlos abdica en favor de su hijo, Felipe II, y la Universidad de Alcalá levanta pendones en su honor, entre el temor y la esperanza. Y la misma tipología que emplea en 1585 fray Luis de León en De los nombres de Cristo para mostrar su descontento con «los que nos gobiernan ahora». Había comenzado ya entre sus súbditos la leyenda negra del rey Felipe II, al tiempo que se instauraba en la memoria histórica alimentada también por la literatura, la imagen gloriosa del Emperador Carlos V.



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