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Cultura

Notas históricas


El arte español durante el reinado de Carlos V

María José Redondo Cantera

Universidad de Valladolid



Preliminar

     Aunque durante el reinado de los Reyes Católicos ya habían tenido lugar las primeras manifestaciones artísticas del nuevo gusto «a la romana», éstas no habían pasado de tener un carácter episódico en un contexto predominantemente tardogótico y flamenco. De todos modos, la actividad y la influencia de ciertos artistas, españoles y extranjeros, formados en Italia o conocedores al menos del nuevo rumbo que allí había tomado el arte a lo largo del Quattrocento, presentes en nuestro país ya desde fines del siglo XV o principios del XVI, facilitaron una primera difusión de las formas renacentistas durante esos años y un enlace gradual con el desarrollo de las artes españolas de los primeros tiempos del reinado de Carlos V. Artistas como Pedro Berruguete, Felipe Bigarny, Juan de Borgoña, Vasco de la Zarza, Damián Forment o Fernando Yáñez hicieron posible ese proceso de renovación en sus respectivos focos de actuación (Palencia, Burgos, Toledo, Ávila, Zaragoza y Valencia). La arquitectura, a pesar de la temprana actuación de Lorenzo Vázquez al servicio de los Mendoza en Valladolid y Cogolludo (Guadalajara), fue un arte más remisa al cambio, sobre todo estructural, aunque fue admitiendo epidérmicas decoraciones renacentistas. En este campo sí que hubo que esperar al César Carlos para que aparecieran las primeras innovaciones importantes.

     La tópica contraposición de don Carlos con su hijo en lo que se refiere a su interés por las artes es injusta, pues las circunstancias en las que se desenvolvieron los gobiernos de ambos fueron bien distintas. Los constantes viajes para atender la complejidad de reinos heredados o la presencia personal en las campañas militares o los conflictos religiosos, prioridades inexcusables para el César, no propiciaban ni el coleccionismo artístico ni la construcción de grandiosas residencias palaciegas. Además, Carlos V aún procedía de un mundo medieval y sólo a partir de su boda o de su coronación en Bolonia empezaron a potenciarse las formas romanas para prestigiar a su persona imperial.

     En general se puede afirmar que durante el período carolino el arte español reviste una brillantez -un optimismo, diríamos, propio de una época que es consciente de su nacimiento- que más tarde se perdería. Especialmente renovadora fue la primera mitad del reinado del César, que coincide con el decidido comienzo de ese nuevo sistema artístico que es el Renacimiento. No deja de ser significativo que casi al mismo tiempo que aquel joven formado en la Corte de Malinas llegaba a España, regresaran de Italia dos jóvenes artistas de su misma generación, aunque nacidos unos años antes, a cargo de los cuales corrió una profunda transformación de las artes: Alonso Berruguete y Diego Siloé.

     La juventud del desconocido heredero y el complejo ceremonial borgoñón que rodeaba a su persona debió de levantar, no sin razón, expectativas acerca de sus empresas artísticas. Como ejemplo de lo que pudo haber sido y no llegó totalmente a ser, tenemos lo sucedido en Zaragoza y Barcelona en 1518 y 1519 con motivo del reconocimiento de don Carlos como rey de Aragón. Su presencia y la de su Corte atrajo a importantes artistas, especialmente escultores. Ya desde principios de siglo la ciudad aragonesa era un centro escultórico de gran interés, pues en ella tenían sus talleres Gil de Morlanes o Damián Forment. A Zaragoza acudió en 1518 Domenico Fancelli, que en años anteriores había labrado los sepulcros del príncipe don Juan y de los Reyes Católicos, para contratar el de Felipe el Hermoso y Juana la Loca, con destino a la Capilla Real de Granada. La muerte del italiano a los pocos meses motivó que en 1519 fuera el escultor español más italianizante del momento, el burgalés Bartolomé Ordóñez, quien dos años antes se encontraba trabajando en Nápoles, el artista que se encargara de esculpir el mausoleo. Por entonces Ordóñez trabajaba en la sillería de coro y en el trascoro de la Catedral de Barcelona, donde don Carlos reunió un Capítulo de la Orden del Toisón de Oro. En ese mismo año, en Zaragoza, Alonso Berruguete, que desde 1517 trabajaba como pintor para el nuevo soberano, formó compañía con Felipe Bigarny y ambos contrataron el mausoleo de Juan Selgavio, Canciller del todavía sólo Carlos I, para la iglesia zaragozana de Santa Engracia.

     Del mismo modo, al amparo de la Corte carolina, otras ciudades que fueron sedes temporales de ésta se convirtieron en importantes focos artísticos: Granada, Toledo o Valladolid. Lo que no quiere decir que no hubiera además otros lugares de gran interés artístico, gracias al impulso propiciado por el comercio, la presencia de una pregnante institución religiosa o civil, o de una poderosa nobleza, como fueron Sevilla, Burgos, Salamanca, Valencia, etc.



Arquitectura

     Pocos años antes de llegar el joven Carlos a España, en 1513, acaban de empezarse las obras de la Catedral Nueva de Salamanca. El año de la batalla de Pavía, 1525, se comenzaba la también nueva Catedral de Segovia. Ambas habían sido proyectadas como edificios góticos por Juan Gil de Hontañón y así se construyeron. Son una magnífica muestra de cómo el Gótico tenía una plena vigencia y el máximo prestigio al comienzo del reinado de Carlos V. Fueron unos años de transición o de indefinición estilística, que produjeron obras como el edificio de la Universidad de Salamanca, donde a una estructura gótica se añadió una magnífica fachada repleta de motivos procedentes del repertorio decorativo cuatrocentista. Esta práctica de proporcionar una máscara ornamental propia de un Renacimiento temprano a la portada o a los huecos de las ventanas de la fachada ya se venía usando desde fines del siglo XV. Tuvo su primer ejemplo en el Colegio de Santa Cruz de Valladolid. Ya en el siglo XVI y con anterioridad a la llegada de don Carlos, se había aplicado también al Hospital Real de Santiago de Compostela y al de Santa Cruz en Toledo, así como a la Portada de la Pellejería de la Catedral de Burgos, realizada esta última por Francisco de Colonia.

     Tal fórmula, que proporcionaba a los edificios góticos un aspecto más acorde con los nuevos tiempos, continuó empleándose en los años siguientes. La ornamentación plateresca se desplegó en las fachadas del convento de San Marcos en León, o en la del convento de San Esteban, en Salamanca.

     La utilización del gótico en la arquitectura se prolongó sin problemas hasta mediados de siglo. Con su crucería estrellada y calada, el cimborrio de la Catedral de Burgos, llevado a cabo en su mayor parte por Juan de Vallejo, siguió usando un sistema de cubierta gótico, adecuado al contexto arquitectónico en el que se localizaba, pero sobre todo, a su función constructiva y representativa.

      Las ventajas que ofrecía la bóveda de crucería, por su versatilidad, capacidad de adaptación a las más diversas plantas, elasticidad, resistencia, tradición y familiaridad de su uso por parte de los arquitectos y canteros (éstos últimos de procedencia norteña, especialmente trasmerana, formados en la práctica del oficio), etc., propiciaron su permanencia como solución de cubierta, tanto de templos como de claustros y otros espacios, aunque la estructura pasara de fragmentaria a unitaria, el rampante o sección tendiera al semicírculo y los motivos decorativos renacentistas (roleos, jarrones, grutescos, etc.) invadieran las claves y los plementos de la crucería. Claustros como el de San Marcos en León, el del monasterio benedictino de San Zoilo en Carrión de los Condes (Palencia) y el de la Catedral leonesa ejemplifican esa hipertrofia decorativa de la cubierta. En los dos últimos intervino Juan de Badajoz, autor de la sacristía de San Marcos, terminada en 1549 con ese gusto por la profusión decorativa. Los hermanos Corral de Villalpando llevarían aún más lejos esta tendencia, ya que se lo permitía el uso del yeso, que además se policromaba. De las obras que dejaron en tierras de Valladolid y Palencia durante los años centrales de la centuria, la capilla Benavente, en la iglesia de Santa María en Medina de Rioseco, es su obra maestra.

     Por otro lado, en la arquitectura del segundo cuarto del siglo se reafirmó la tendencia a la diafanidad espacial en el interior del templo, que ya se había extendido a fines del gótico. Se aminoraban la direccionalidad hacia el altar mayor y la acentuación de la verticalidad en la nave central, aunque cuantitativamente no se perdiera altura. Paralelamente, el muro se hizo más macizo, los pilares se asemejaron a las columnas y los arcos apuntados fueron sustituidos por los de medio punto, los rebajados y los carpaneles.

     En esos parámetros se inscribe, por ejemplo, gran parte de la obra de otro artista coetáneo del Emperador, el arquitecto Rodrigo Gil de Hontañón. Numerosas iglesias parroquiales y conventuales, así como la sucesión de su padre en la dirección de las obras de las Catedrales de Salamanca y Segovia le convirtieron en una personalidad dominante en la arquitectura castellano-leonesa del segundo tercio del siglo, cuya actividad e influencia se extendió hasta Galicia y Alcalá de Henares. Su interés por las estructuras sólidas se manifestó incluso en la arquitectura civil, que no requería espacios tan amplios como la religiosa, aunque intentó aligerar las fachadas en la parte superior mediante la apertura de aéreas galerías. La Universidad alcalaína o el salmantino Palacio de Monterrey, ilustran ese compromiso entre masividad y gracilidad.

     Una renovación más entroncada con lo italiano arrancó tímida pero decididamente de Burgos, bajo la protección del obispo Juan Rodríguez de Fonseca. Lo hizo en una doble faceta, práctica y teórica. El joven Diego Siloé, recién llegado de Italia, trajo consigo una plena asimilación de la nueva arquitectura y lo demostró en la Escalera Dorada de la Catedral (1519-1523), de evocaciones bramantescas. El prelado estuvo también relacionado con el primer tratado arquitectónico editado fuera de Italia, las Medidas del Romano, de Diego Sagredo.

     El mismo año de la publicación de este libro, 1526, fue el del matrimonio del Emperador con Isabel de Portugal en Sevilla. Las arquitecturas efímeras en forma de arcos triunfales que se levantaron allí para recibir a la pareja se consideran el aldabonazo definitivo para la incorporación del lenguaje renacentista a la arquitectura sevillana. Al año siguiente, precisamente, comenzó a levantarse el Ayuntamiento sevillano, bajo la dirección de Diego de Riaño.

     Mayor importancia para la arquitectura española tuvo aún el traslado de los recién casados a Granada durante la segunda mitad de ese mismo año. De la estancia de los Emperadores en la Alhambra surgió la necesidad de disponer de un nuevo palacio que sirviera de alojamiento más desahogado, pero sobre todo, que fuera representativo de la universalidad de la dignidad del soberano. De este modo se ha interpretado simbólicamente, con un sentido de una imagen cósmica, la inscripción del círculo del patio en el cuadrado de la planta general. Se han señalado igualmente varios antecedentes italianos, tanto desde el punto de vista de la planimetría como de la articulación de los elementos en alzado. El palacio, de complicada historia constructiva, no iniciada antes de 1531, a pesar de que previamente existieran ya los planos y una maqueta, aparece como una rara avis en el panorama de la arquitectura española, pues ni tuvo consecuencias ni se conocen más obras edilicias de su autor, el pintor Pedro Machuca.

     La estancia de Carlos V en Granada también fue definitiva para que allí se levantara la primera Catedral renacentista. El deseo del Emperador de que la capilla mayor del nuevo templo constituyera su panteón, el desprestigio en el que había caído Enrique Egas, autor del primer proyecto de la Catedral granadina pero cuya Capilla Real no había gustado al Emperador, y la presencia de Diego Siloé en la ciudad a partir de 1528 dirigiendo las obras del monasterio de San Jerónimo motivaron que a partir del año siguiente el burgalés se hiciera cargo de la nueva sede metropolitana. Aunque se mantuvo la planta dada por Egas, inspirada en la de la Catedral de Toledo y para las cubiertas se siguieron utilizando bóvedas de crucería, el edificio respondía a un nuevo concepto, tanto desde el punto de vista estructural como simbólico. La forma de rotonda de la capilla mayor añadió una centralización a la cabecera de prestigiosas connotaciones simbólicas: Santo Sepulcro, evocación de la misma Jerusalén o imagen de la Universitas Christiana. Otro rasgo peculiar de la Catedral granadina fue el sistema de soporte ideado por el burgalés, consistente en el aumento de su altura mediante la adición de pequeñas pilastras por encima de los pilares rodeados de columnas, con lo que armonizaba la proporción del orden clásico con la magnificencia del espacio, expresada a través de las grandes dimensiones.

     Consecuencia de la influencia que ejerció la Catedral granadina y de la misma presencia de Diego Siloé en tierras andaluzas fueron la Catedral de Málaga y la de Guadix.

     Relacionada con el burgalés se encuentra también la iglesia del Salvador en Úbeda (Jaén), edificada de 1540 a 1546 por Andrés de Vandelvira, cuya obra maestra fue la Catedral de Jaén, a partir de 1548, en cuya sacristía demostró el dominio del lenguaje clásico que llegó a alcanzar.

     Unos años anterior es la obra en Murcia de Jerónimo Quijano, figura clave en la arquitectura de la zona, a quien se debe una capilla tan singular como la de los Junterones, en la Catedral murciana, de la que fue maestro mayor desde 1526.

     Dos personalidades más destacan en el panorama arquitectónico español de la época de Carlos V. Ambos estuvieron además directamente relacionados con el Emperador, pues gozaron de la confianza de colaboradores muy próximos al Emperador y fueron puestos al cargo de los Alcázares Reales: Alonso de Covarrubias y Luis de Vega.

     El segundo trabajó para el Secretario del Emperador, Francisco de los Cobos. Le construyó dos palacios: el de Úbeda, su localidad natal, y el de Valladolid (a partir de 1525, con ampliaciones en la década siguiente), que constituyó la residencia de Carlos V y de su familia durante sus estancias en la ciudad castellana. Como arquitecto real, desde 1535 codirigió con Covarrubias las obras del Alcázar de Madrid y estuvo encargado de los Reales Alcázares de Sevilla, que remodelaron en los años 40. Del mismo modo se deben a él los inicios de los palacios de Valsaín (desde 1543) y El Pardo (a partir de 1552).

     Alonso de Covarrubias tuvo una amplia carrera, centrada especialmente en Toledo y Madrid. Formado junto los Egas (Antón y Enrique), su actividad comenzó con el segundo cuarto de siglo. Una de sus primeras obras fue el desaparecido Palacio Arzobispal de Alcalá de Henares. Para la Catedral de Toledo hizo la Capilla de Reyes Nuevos, lo que sin duda influyó para que fuera nombrado maestro mayor de su fábrica y de la diócesis en 1534. Al año siguiente empezó a dirigir las obras de ampliación y remodelación del Alcázar de Madrid, en colaboración con Luis de Vega. Con posterioridad se trasladó a Toledo, donde se encontraba trabajando de forma permanente al menos desde 1541, ocupado en el Hospital de San Juan Bautista, llamado también Tavera, por su fundador, con un hermoso y clásico patio doble. Para entonces ya había abandonado el interés por lo ornamental que aparecía en sus primeras obras. Como arquitecto real también proyectó el nuevo Alcázar de Toledo, que se levantó a partir de 1545, en el que años más tarde se hará la primera escalera propiamente imperial de la arquitectura española, aunque en su forma definitiva también intervinieron Francisco de Villalpando y Juan de Herrera. Covarrubias fue asimismo el autor de la Puerta Nueva de Bisagra, brillante colofón del período carolino, pues se terminó inmediatamente después de la muerte del Emperador.



Escultura

     Desde principios del siglo XVI llegaron a España piezas escultóricas italianas. Realizadas en su mayoría en mármol, también las hubo de terracota. Las más significativas fueron algunas de carácter funerario. Al comienzo de los años carolinos, en el decenio de los 20, se trajeron el sepulcro de Ramón Folch de Cardona con destino a Bellpuig (Lérida) y los de los antepasados de Fadrique Enríquez de Ribera, de los que sobresalen los de los padres, hoy instalados de nuevo en la Cartuja de las Cuevas en Sevilla. También hubo artistas italianos que vinieron ocasionalmente a España como Jacobo Florentino. En el Museo de Bellas Artes de Sevilla se conserva un San Jerónimo de gran repercusión iconográfica en la escultura andaluza, obra de Pietro Torrigiano, que se estableció en la ciudad entre 1522 y 1528. Con este último escultor se ha relacionado recientemente un busto en piedra de Carlos V, en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid.

     Los años del inicio del reinado carolino coinciden con la desaparición de algunos tempranos introductores del Renacimiento en la escultura de nuestro país. Más arriba ya se ha visto cómo murió el italiano Fancelli, que además de trabajar para la Casa Real lo hizo para los Mendoza y los Fonseca. A continuación, iniciados los sepulcros del cardenal Cisneros, de Felipe el Hermoso y Juana la Loca y los de la familia Fonseca para Coca (Segovia), fallecía Ordóñez en 1520, cuando se encontraba en Carrara. En Aragón Gil de Morlanes había muerto en torno a 1517 y Vasco de la Zarza lo hará en 1524. El vacío que dejaron fue ocupado por jóvenes escultores pletóricos de energía. Sin embargo el entorno de la familia imperial se quedó sin escultor hasta que Leon Leoni empezó a trabajar para Carlos V y María de Hungría a partir de los años 40.

     En el reino de Aragón ya había empezado a destacar Damián Forment, que en años anteriores había esculpido en alabastro, material característico de los retablos aragoneses, los del Pilar y San Pablo en Zaragoza. A continuación labró el de San Miguel de los Navarros y, de 1520 a 1534, el de la Catedral de Huesca. En todos ellos se mantiene la misma tipología (calle central más alta, ostensorio abierto en el centro y polsera que ciñe el conjunto por los costados y por arriba). En el del monasterio de Poblet siguió utilizando el alabastro, pero ya la estructura se adecua a una compartimentación más al uso del retablo plateresco. Finalmente, el de la Catedral de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja), contratado en 1537, además de emplear la madera policromada, se aproxima a esquemas estructurales y a formas expresivas propias de la escultura castellana, en particular de la berruguetesca.

     Durante los años 20 y 30 también destacaron en Aragón Gabriel Joly y el italiano Giovanni Moreto, con obras como el retablo de la Catedral de Teruel o la capilla de San Miguel en la Catedral de Jaca, respectivamente.

     En el reino de Castilla un escultor francés había alcanzado el mayor crédito y prestigio desde finales de la centuria anterior, Felipe Bigarny, del que Sagredo hacía los más elevados elogios. A pesar de su situación de preeminencia, el borgoñón era extraordinariamente receptivo para apreciar la savia nueva que aportaban jóvenes artistas que venían de aprender directamente de los grandes maestros italianos. Si aquéllos querían trabajar, debían asociarse con él, pues copaba todos los encargos importantes. Ya se ha dicho más arriba cómo formó compañía con Berruguete en 1519. Algo de esta relación, visible en una cierta deformación expresiva de algunas figuras, se puede apreciar en el retablo de la Capilla Real de Granada (1522), en cuya escena de la Epifanía aparece el joven Carlos como rey Gaspar. Seguidamente Bigarny volvió a su «feudo» burgalés y en colaboración con Diego Siloé labró el retablo mayor de la capilla de los Condestables (1523-1526), en la Catedral, tras lo cual, ahora con la colaboración de un escultor italiano, Juan de Lugano, se encargó del mausoleo de los patronos de la capilla, con unos magníficos yacentes labrados en mármol de Carrara (1525-1532). Bigarny era un buen escultor en piedra, como lo demuestra el retablo de la Descensión, en la Catedral de Toledo (1524), el sepulcro de Gonzalo Díez de Lerma, en la seo burgalesa (1524-1525) y el de Diego Avellaneda (1536-1543) para el monasterio jerónimo de Espeja (Soria), hoy en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid, todos ellos en alabastro. Al final de su vida volvió a trabajar junto a Berruguete, pero no en colaboración sino en competencia, en la magnífica sillería alta de la Catedral de Toledo, comenzada en 1535.

     Debido al enfrentamiento que tuvo con Bigarny, Diego Siloé no pudo desarrollar plenamente su actividad en su tierra, pese a que él era hijo del escultor más importante de fines del gótico en Burgos. El sepulcro del obispo Luis de Acuña (1519) o el de Diego de Santander (1523), ambos en la Catedral burgalesa, muestran ese nuevo concepto de belleza pleno de idealización y ternura que le distingue y que emerge de nuevo en la Sagrada Familia que forma parte de la escena principal, la Presentación del Niño en el templo, del retablo de la capilla de los Condestables, realizado en unión de Bigarny. Extraordinaria novedad en la escultura española del momento es el Cristo atado a la columna, igualmente en la Catedral burgalesa, quizá en origen una imagen procesional, pero sin duda el primer estudio anatómico en tamaño natural y en bulto redondo de nuestra estatuaria renacentista. Por esas fechas, los años 20, otras esculturas atribuidas a él vuelven a mostrar su interés por el desnudo masculino. Aunque en 1529 ya estuviera establecido en Granada, recibió el encargo del sepulcro del obispo Alonso de Fonseca para el convento salmantino de Santa Úrsula; en la cama vuelve a usar, con mayor desarrollo en altura, la forma tronco piramidal que ya había empleado en el mausoleo de Acuña. En la ciudad andaluza llevaría a cabo también el monumento funerario de Rodrigo de Mercado († 1548), con destino a la Colegiata de Oñate (Guipúzcoa).

     La influencia y la actividad de Bigarny y de lo burgalés llegaron asimismo a Palencia. Pero allí brilló con luz propia un escultor cuya capacidad expresiva preludiaba la obra de Alonso Berruguete, Juan de Valmaseda. Cuando en 1519 talló el atormentado Calvario que remata el retablo mayor de la Catedral de Palencia, ya era un artista experimentado. En el mismo templo, el retablo de la capilla de San Ildefonso vuelve a mostrar su dinámico brío.

     Sin duda el artista de mayor personalidad en la escultura española de época carolina fue Alonso Berruguete. Su obra conservada más antigua es el retablo del monasterio de La Mejorada, actualmente en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid. Lo contrató en 1523 en compañía con Vasco de la Zarza, pero la muerte inmediata de éste le obligó a hacer la mayoría de la obra. La fama que le proporcionó y la relación del escultor con el Emperador, para el que hizo o intentó hacer varios trabajos pictóricos, quizá le propiciaron el encargo del magno retablo del convento de San Benito (1527-1532) en Valladolid, paradigma de la obra berruguetesca. Relieves, pinturas y esculturas exentas de variados tamaños representan personajes y escenas con una misma energía interna frenética, ya sean sus formas monumentales y rotundas, de raíz miguelangelesca, ya sean estilizadas y espirituales, como persistencia goticista o influencia donatelliana. La violencia se extrema en el asunto central del retablo de la Epifanía (1537-1538), en una capilla lateral de la vallisoletana iglesia de Santiago. A partir de 1539 trabajó con asiduidad en o para Toledo. A lo largo de los diez años siguientes fue tallando los sitiales de la sillería alta de la Catedral. Sus personajes agitados contrastan con el aplomo de los que salieron de la mano de Bigarny. Cierra su obra el monumento funerario del cardenal Tavera, en su hospital toledano, que finalizaba en el momento de morir, en 1561.

     Unos años más joven fue el francés Juan de Juni, que empezó trabajando en León para el convento de San Marcos en 1533. Tras pasar por Medina de Rioseco, donde hizo unos insólitos grupos en barro cocido para el convento de San Francisco, y por Salamanca, se instaló en Valladolid a partir de 1539. En el altar de la capilla funeraria que fray Antonio de Guevara, confesor de Carlos V, tenía en el convento de San Francisco colocó su obra más conocida, el grupo del Santo Entierro, actualmente en el Museo de Escultura. La teatralidad de la composición se carga de una intensidad inspirada en el Laocoonte y expresada a través de las posturas forzadas de los personajes laterales, envueltos en turbulentos paños. El dolor se ennoblece en las figuras de San Juan y la Virgen, menos agitadas, mientras que la rigidez del majestuoso desnudo del Cristo yacente contrasta con la blandura redondeada, tan característica del estilo del escultor, de los que le lloran. Cuando en 1545 la iglesia de Santa María la Antigua de Valladolid le encargó su retablo mayor, actualmente instalado en la capilla mayor de la Catedral vallisoletana, se entabló un conocido pleito que se saldó con la victoria de Juni, aunque la entrega de la obra se demoró hasta 1561. Similitudes iconográficas en los temas y morfológicas en la estructura se encuentran entre este retablo y el mayor de la Catedral de El Burgo de Osma (Soria), contratado a medias con Juan Picardo en 1550, y con el de la Capilla Benavente, en la iglesia de Santa María en Medina de Rioseco (Valladolid), de menores dimensiones, pero de cuidada ejecución. De sus obras finales destacan el Santo Entierro con soldados para un retablo en una capilla lateral de la Catedral de Segovia y la Virgen de las Angustias, encargada por la cofradía vallisoletana de esta advocación, realizadas ya a principios de los 70, en las que respectivamente se mantiene el sentido de angostura espacial y la plástica torsión de cuerpo y ropajes tan propios de sus fórmulas expresivas.

     Tanto Berruguete como Juni alcanzaron un gran prestigio en su momento. Su capacidad para conectar con el fiel a través de la expresividad y el movimiento conoció una gran fortuna pero, sobre todo, ambos ejercieron un extraordinaria influencia sobre escultores contemporáneos y posteriores, de su entorno y de zonas más alejadas.

     El más sobresaliente de ellos fue Francisco Giralte, discípulo de Berruguete y coetáneo de Juni. Pese a haber sido rival de éste, también recibió su influencia, pues en su estilo los tipos humanos y los finos y abundantes plegados de las telas de su maestro se mixtifican con la monumentalidad del francés. Se distinguen dos fases en su actividad. A la primera, centrada en Palencia, pertenecen también obras realizadas en Valladolid, como el retablo de la capilla de los Corral en la iglesia de la Magdalena. A partir de 1550 se instaló en Madrid, donde llevó a cabo el retablo y los sepulcros de la Capilla del Obispo, en la iglesia de San Andrés. El magnífico mausoleo del patrono, don Gutierre de Carvajal, coloca al escultor en primera línea de la escultura española del momento.

     En 1558, año de la muerte del Emperador, un profundo cambio tuvo lugar en la escultura española. Gaspar Becerra contrató el retablo mayor de la Catedral de Astorga que, junto al contemporáneo retablo de la iglesia de Santa Clara en Briviesca (Burgos), inició el Manierismo romanista que caracterizó al último tercio de siglo. Formado en Italia, Becerra, que fue escultor y pintor, aportó una fría y correcta monumentalidad a sus figuras, inspirada en modelos miguelangelescos y muy distinta de los ardores cultivados en la etapa anterior.



Pintura

     Los Reyes Católicos, especialmente doña Isabel, habían sido unos grandes admiradores de la pintura flamenca. Uno de los pintores de esta procedencia que trabajó para ellos, Juan de Flandes, también fue muy apreciado por Margarita de Austria y por Carlos V, quien en 1530 heredó de ésta el Políptico de los Reyes Católicos, obra de este artista, quien terminó sus días en Palencia.

     Paralelamente, sin embargo, la pintura renacentista se había introducido en España desde fines del siglo XV a través de la obra de ciertas personalidades aisladas, que se habían formado en Italia. Una de ellas, de gran influencia en la pintura castellana, fue Juan de Borgoña, cuyas obras pudo ver el joven Carlos en Toledo, no sólo las realizadas en la Catedral por encargo de Cisneros con anterioridad a su llegada, sino también las pintadas con posterioridad, pues el artista no falleció hasta 1536. En la adopción de ese nuevo sistema de representación que suponía la pintura renacentista tuvieron también una gran intervención los grabados, especialmente los realizados por Durero, Lucas de Leyden y Raimondi, que sirvieron de base para numerosas composiciones e iconografías.

     Al igual que la escultura, la pintura renacentista española permaneció dentro de una temática predominantemente religiosa. Excepcional fue, pues, la decoración mitológica y agrutescada de la Torre del Peinador de la Reina, en la Alhambra de Granada, dentro de los Aposentos de Carlos V, realizada por Julio Aquiles y Alejandro Mayner a partir de 1537, después de haber llevado a cabo en los años anteriores una decoración probablemente parecida, actualmente perdida, en el palacio de Francisco de los Cobos en Valladolid.

     Tras la influencia cuatrocentista -y la leonardesca en el foco valenciano- que informó nuestra pintura en las obras anteriores al reinado de Carlos V, en torno a 1520 empezaron a extenderse los modelos de Rafael y un gusto manierista que imprimía movimiento y tensión a la expresión. Este último aparece en una serie de artistas activos en el reino de Aragón cuyos verdaderos nombres permanecen aún desconocidos, como el Maestro de San Félix, que trabajó en Gerona, o el Maestro de Sigena. También perteneció al foco aragonés y extendió su actividad hasta Navarra el Maestro de Ágreda, aunque reciba esta denominación por el retablo de dicha localidad soriana.

     La pervivencia de la influencia de Juan de Flandes en Palencia produjo obras como las pintadas por el Maestro de Becerril o por el Maestro Benito, cuyo Martirio de Santa Úrsula, en la Catedral de Palencia, datado en 1531, revela además el conocimiento de los modelos de Rafael. En Burgos el francés León Picardo, que trabajó para los Condestables, practicó igualmente un cierto rafaelismo, aunque aprendido en la pintura flamenca, con figuras pesadas inspiradas en Van Orley.

     Mayor calidad y asimilación del estilo de Rafael tuvo Juan de Soreda, autor del retablo de Santa Librada (1525-1526), en la Catedral de Sigüenza (Guadalajara), quien influyó en el toledano Francisco de Comontes, cuyo retablo para el hospital de Santa Cruz, actualmente en San Juan de los Reyes, muestra asimismo la pervivencia de fórmulas propias de Juan de Borgoña. La influencia de éste se extendió por las tierras suroccidentales de Castilla y León durante el segundo tercio del siglo por medio de su hijo homónimo y de Lorenzo de Ávila, cabezas de la llamada escuela de Toro.

     Asociados inevitablemente al círculo de Carlos V durante los primeros años de su reinado aparecen Alonso Berruguete y Pedro Machuca. Ambos trajeron consigo el Manierismo italiano bebido en sus mismas fuentes, predominantemente el miguelangelesco en el primero y rafaelesco con unas peculiares preocupaciones lumínicas, en el segundo. De Berruguete, admitido como pintor del Emperador al poco de la llegada de éste, apenas se conserva obra, pero su influencia alcanzó una extensa repercusión. Su seguidor más próximo fue Juan de Villoldo, del que la Catedral de Palencia posee varias obras fechables entre 1550 y 1560.

     El toledano Pedro Machuca, que pintó en Italia en 1517 la Virgen del Sufragio (Museo del Prado), entró al servicio de don Luis Hurtado de Mendoza, marqués de Mondéjar y gobernador de la Alhambra en 1520, por lo que a partir de entonces se estableció en Granada. Aunque se dedicó sobre todo a dirigir la edificación del Palacio de Carlos V, dejó algunas obras de pintura, como las que se conservan en la Capilla Real y en la Catedral de esa ciudad.

     Juan Correa de Vivar, el pintor más importante del foco toledano durante el segundo tercio del siglo XV, también estuvo relacionado con el Emperador y con los círculos cortesanos. Además de pintar sobre tabla para diversos retablos, como los de las iglesias parroquiales de Meco (Madrid) o de Almonacid de Zorita (Guadalajara), iluminó el Breviario de Carlos V, entre 1525 y 1545, según reciente atribución de Mateo.

     En Aragón Jerónimo Cosida desarrolló una fecunda actividad durante sesenta años a partir de su establecimiento en Zaragoza en 1532. Aunque muchas de sus obras han desaparecido, su estilo refinado y dulce y su sensibilidad por la belleza femenina idealizada se pueden apreciar en el retablo de San Juan Bautista en la Catedral de Tarazona (Zaragoza), terminado en 1542, o en el dedicado a la Virgen que se conserva en el Museo de Zaragoza. Trabajó también como asesor artístico del nieto de Fernando el Católico y arzobispo de Zaragoza, Fernando de Aragón, gran mecenas. A partir de mediados de siglo llegó a la capital aragonesa el italiano Pietro Morone, quien entre 1557 y 1570 pasó a Tarazona (Zaragoza), donde llevó a cabo los retablos de las iglesias de San Miguel y de la Magdalena.

     El foco valenciano de pintura renacentista constituyó uno de los de mayor coherencia y calidad. Fue uno de los más avanzados en la introducción de la pintura renacentista desde fines del siglo XV. Del mismo modo adoptó tempranamente los modelos rafaelescos. La obra de Vicente Masip, fallecido a mediados de siglo, se prolongó en la de su hijo Juan de Juanes, con una gran semejanza entre ellas, lo que debió de ser fruto de la colaboración de ambos. El retablo de la Catedral de Segorbe (Castellón), en torno a 1530, presenta en sus figuras un clasicismo de estirpe romana, aunque sin llegar a la blandura que será propia de Juanes, cuyas devotas pinturas alcanzaron una gran popularidad, como la Santa Cena del Museo del Prado o las imágenes del Salvador. Los temas protagonizados por la Virgen y el Niño figuran entre sus favoritos. El colorido brillante e intenso presta un indudable atractivo a su pintura. En las tablas dedicadas a San Esteban, asimismo en el Museo del Prado, no eludió la representación del movimiento ni de lo dramático.

     En Sevilla trabajaron en las décadas centrales del siglo dos pintores extranjeros, el flamenco Pedro de Campaña y el holandés Fernando Storm o Esturmio, que mantuvieron cierto interés por lo naturalista y lo patético, propio de su sensibilidad norteña. Obra del primero es el Descendimiento de la Catedral de Sevilla, contratado en 1547, con efectos lumínicos que subrayan la tragedia. El estilo del segundo es más seco, aunque también fuera un seguidor del rafaelismo. El sevillano Luis de Vargas alcanzó una gran celebridad. Formado en el Manierismo italiano, quizá junto a Pierino del Vaga, volvió a Sevilla en 1555. Los retablos del Nacimiento y de la Generación temporal de Cristo, datados en 1555 y 1561 respectivamente, ambos en la Catedral de Sevilla, presentan composiciones de numerosas y monumentales figuras que copan todo el espacio disponible.

     El misticismo que emana de la pintura de Luis de Morales, afincado en tierras extremeñas al menos desde 1546, convierte en inconfundibles sus obras. Repitió con frecuencia los temas de la Virgen con el Niño, el Ecce Homo y la Piedad. La dulzura de sus tipos femeninos procede de Rafael, pero se transciende mediante el alargamiento de las formas, el ambiente tenebroso, la limitación del cromatismo y el esfumado de los rostros, como si deseara desmaterializar lo corpóreo.

     A partir de los años 60 se sucede el trabajo de una serie de pintores para Felipe II (Becerra, Navarrete el Mudo y los italianos llamados para decorar el Escorial) que a través de diferentes soluciones marcan una clara cesura con respecto a lo acontecido en el periodo carolino.



Conclusión

     Aunque durante el periodo de Carlos V el desarrollo del arte español no estuvo condicionado por el generado en torno a la Corte, como sucedería durante los reinados de sus sucesores, el Emperador no dejó de estar relacionado, de un modo u otro, con algunos de los mejores artistas españoles del momento, en particular con aquéllos a los que el pintor portugués Francisco de Holanda calificó de «águilas»: Pedro Machuca, Diego Siloé, Bartolomé Ordóñez y Alonso Berruguete.



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- El siglo XVI. Gótico y Renacimiento. S. l.: Ed. Sílex, 1992.



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