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La caricatura

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Julio Nombela y Campos





La primera ráfaga de luz que al despertar percibe la inteligencia, la primera noción, el concepto primero que cualquier objeto merece al espíritu humano, es una caricatura. Como en caótico desorden, ve el niño sucederse las cosas, quiere interrogarlas, su curiosidad es aguijón que mueve a su cerebro; la necesidad física, aunada estrechamente a la moral, le alientan en la investigación. En el fondo de su alma se forma un torbellino que se eleva por entre la realidad, y pasando sin norma, ni guía, ni ley, ni método por lo grande y por lo pequeño, por lo uno y por lo variado, por la sensación y por el sentimiento, la confusión se engendra en sus ideas, y todo cuanto observa lo mira, ora desmesuradamente grande y aterrador, ora desmesuradamente vil y pequeño. ¿Quién, en los primeros albores de su vida, no vio dibujarse en cielo negro el fantasma de blanca túnica y pausado andar? ¿Quién no sintió palpitar el corazón con vehemencia ante el relato de un cuento extraordinario de ogros y de espectros? ¿Quién no soñó con el Luzbel de la leyenda? ¿Quién no forjó en su mente las delicias vagas de un mundo ideal? Entrelazando ilusión con ilusión, combinando con vertiginosa rapidez dato y dato, forma, al comenzar su desarrollo la inteligencia, esa absurda caricatura, que es, según hemos dicho, el concepto primero, la primera noción, la primera ráfaga de luz, el primer paso y el primer ensayo.

La vida humana tiene dos períodos: uno personal, subjetivo, en el que el individuo amolda la realidad a sus ideas; otro, que el vulgo llama de desengaños, y que es producto de una reacción natural y lógica, en el que la realidad conquista al individuo.

En el primer período, el hombre crea con extraordinaria facilidad, se conceptúa sabio, dotado de prodigiosas facultades, y cuando no comprende una cosa, la denomina caos o fantasma, ser sobrenatural o misterio, y la imaginación agranda el objeto en vez de agrandar con la ciencia la inteligencia del sujeto. En el segundo período, al reunirse los hombres, la emulación nace, siquiera sea animada por fines personales; produce benéficos efectos; hasta cierto punto el egoísmo destruye al egoísmo; y los sabios, los grandes sabios, comienzan por deletrear los problemas universales, que antes daban por claros y evidentes; hacen estudio menudo y detenido, páranse en la gota de agua, la forman y descomponen; mediante el microscopio penetran en sus átomos, suman, restan y calculan cuán difícil es conocer la inmensidad del mar, que ellos formaron cuajado de dioses y sirenas, de Fatas Morganas y encantados palacios de cristal; analizan la estructura del astro que tan pronto imaginaron, y en las noches serenas, desde lo alto del observatorio, miran de cerca, como familiarizándose con su vida, a aquellas estrellas que antes produjeron en sus espíritus melancolía y temor.

Se dirá, y con razón: ¿por qué el hombre no empieza por el segundo período?, ¿por qué no abarca lo pequeño y asciende paulatinamente hasta lo grande? Así debiera suceder; pero el ser humano necesita dilatarse, siquiera luego se contraiga; se declaró a priori rey de la Naturaleza, y a fuer de buen rey, hizo caso omiso de sus súbditos. Este fenómeno fue ya adivinado por el poeta español. Segismundo, prototipo de la humanidad que duerme, lo es también de la humanidad que despierta. Segismundo sueña; en el sueño las facultades sensitivas obran sin medida ni freno, juegan con los hechos y dislocan las razones. El sueño es una imperfección, de que todos los seres participan; es el primer movimiento defectuoso y deficiente, y lo que se sueña es una idea inconexa, mal formada, ilógica, mutilada y enferma, un fragmento o trozo de idea, una desproporción entre los elementos, una monstruosidad, una caricatura.

No se vaya a creer que hay límites que separan las dos etapas de la vida, en una de las cuales, permítase lo vulgar del símil, se hace una casa para destruirla en la otra, a fin de levantar los cimientos. Por eso pueden llamarse las dos épocas en sí, y no cronológicamente consideradas, época de desequilibrio y de equilibrio, creadora de ciencia la segunda, ridícula en sus consecuencias la primera, e hija de la pasión, del desbordamiento moral y físico, que desencaja las partes y disloca las fuerzas, que, acumulando la vida en un punto, origina la enfermedad.

No es prenda necesaria de la caricatura, como algunos que no han penetrado en su esencia pretenden, la producción de la hilaridad. Cuando ocasiona llanto, no por efecto de su complexión, sino por causa de la del observador, se llama lo sublime. Lo que sí caracteriza la caricatura, lo que es su sello distintivo, lo que constituye su idiosincrasia, es la exageración no compensada, el predominio de una facultad a expensas de las otras y de la armonía.

En un momento dado, alguna de las partes del cuerpo es atraída; el alma se excita, y contribuye a que toda la vida afluya hacia aquel objeto, imán que la seduce. A existir un hombre de corazón de hielo, flemático e imperturbable, notaría que, tanto el bufón que rueda por los tapices del palacio y deja ver su prominente giba, como la madre que vela junto al lecho del hijo moribundo, fijando en él sus miradas, y sus deseos, y su alma toda, conteniendo la respiración para no turbar su sueño, son ni más ni menos que caricaturas.

Es evidente que, a poder sorprender en el hombre cada instante, señalado por una idea o por una impresión, cada instante merecería un toque ridículo. Sin embargo, reunidos todos, formarían un carácter completo, y en ellos la caricatura sería leve, estaría compensada por los momentos de razón y de equilibrio. Por este motivo, la existencia de Prudhomme, siempre fatuo; de Calino, siempre imbécil; de Falstaff, siempre cobarde, y de Pero Grullo, siempre diciendo verdades, son absurdos, siendo la primera condición de lo cómico lo transitorio. La caricatura, cumpliendo con obligaciones de abolengo, fiel a su etimología (caricare, exagerar), sólo los momentos exagerados copia, sólo llega a la pasión brutal, que se escapa del ser.

Para el erudito que busca los ejemplos, a grandes rasgos, y también como en caricatura, marcaremos el dominio la extravagancia en la Historia, en la Filosofía, en la Ciencia y en el Arte.

Como en la Historia sólo resaltan los hechos desequilibrados; como es la Historia museo de cosas raras, y se olvida del obrero que arranca las entrañas a la tierra, del soldado que perece olvidado en la refriega, del labrador que procura el bienestar de su familia, del que, verdaderamente feliz, a pocos dio que hablar, viene a resultar, en último término, que es la historia de la humanidad álbum de caricaturas y ridiculeces, donde se registran, con la risa en los labios, la democracia cazando esclavos, la inteligencia acarreando piedras para levantar pirámides, la humildad cristiana con tiara y trono, el convento negociando, el pueblo esclavo o dictador, el señor feudal ejerciendo el derecho de pernada, el monarca absoluto departiendo en la taberna con la hez de sus vasallos, la igualdad, a la manera de Robespierre, destruyendo a los desiguales, la reacción amamantada en la revolución... No negaré que son nobles, muy nobles, los intentos de Bossuet, Vico, Voltaire, Hegel, Comte y Cantú al explicar filosóficamente la Historia; pero a mi modesto entender, es sólo la vida social un divertido juego con lo absurdo, una clínica curiosa, resumida en la Edad Antigua en la figura de Esopo, un bufón que piensa; en la Edad Media, en la de Triboulet, un bufón que siente, y en la Edad Moderna, en la del utopista, un loco, a cuya extraordinaria voluntad no responden la lógica de su inteligencia ni los latidos de su corazón. Camino arriba, esta caricatura, en pro de no sé qué, ya sublime, ya ridícula, emplea alas para andar, y quiere volar con los pies clavados en tierra; que si el hombre se despoja conscientemente de sus facultades exuberantes, y las aplica en corto radio, ya no es actor de la Historia, es verdad, pero tampoco es caricatura.

En filosofía, este estado embrionario, grotesco, se desarrolla con más amplitud, vive en su atmósfera propia. Voltaire anotaba juiciosamente en la Enciclopedia el poco adelanto realizado en cuanto a las definiciones filosóficas. La ciencia del por qué, hiperbólicamente llamada ciencia, con un método sintético, con un capital, al que han aportado su óbolo y su cooperación modesta e inmodesta los siglos y los genios, no halla salida para su moneda; y pobre, en medio de su riqueza, sabiéndolo todo y no sabiendo nada a punto fijo, reviste cierta semejanza en su orgullo y altanería con la del Ingenioso Hidalgo, marchando también a caza de aventuras por las impurezas de la realidad, variante de los molinos de viento.

Es cierto que el hombre laborioso, que trabaja con utilidad práctica, pues a veces son los grandes pensadores unos grandes holgazanes, para reconocer la existencia de Dios, o para negarla, mira atentamente a la planta y al insecto que por ella circula, toma una hoja, la estudia con cuidado, con detención la examina; nota el interés con que el insecto aprovecha su esencia; aprende las cualidades que en la planta halla y llega quizás a convencerse de que su jugo contiene benéficas sustancias, que han de ahorrar dolor a la humanidad, dolor que debemos radicalmente destruir, como Michelet piensa. Podrá decir el naturalista, como resultado de su investigación, que Dios existe o no existe, y podrá equivocarse o no equivocarse; pero habrá descubierto un remedio, y habrá conseguido acrecentar la vida de todos los hombres, incluso la de los filósofos anti-positivos.

El panteísmo, el idealismo y la exageración del naturalismo son materia donde la caricatura obra como en terreno propio. La idea misma de Dios, según la han concebido no pocas religiones, ¿qué es sino una caricatura?

Nacida de la desigualdad entre el ser criado que la moldea y la potencia creadora que tan hábilmente compaginó las cosas del mundo, se traduce en menguada figura para la soberbia humana. De aquí las apreciaciones distintas que definen a Dios: un átomo, la nada, un hálito, el fuego, el aire, el sol, los astros, parte integrante de todas las cosas, un león, una hormiga, un sarcasmo, un hombre de talento, una pieza de barro, una cantera, una escultura, la nave de un templo, un escarabajo, un cocodrilo o un manojo de verduras.

Las ciencias naturales, no obstante su carácter antisoñador, cobijan a veces la caricatura. Para el científico de la Edad Media el animal es el diablo; la química, la alquimia; la piedra filosofal, el último problema. Para Descartes, el animal es una máquina. No viendo en él más que lo predominante de su carácter, aún hoy el fabulista convierte a los animales en tipos, cuando no en caricaturas. El armiño es la pureza; el cordero, el candor; el perro, la lealtad, y el trabajo, la hormiga; el instinto, un alma acomodaticia, anima Dei, como llegó a afirmar Cesalpino.

Aún no han muerto las razas de los monstruos, los fenómenos fisiológicos magnéticos charlatanizados, si vale el vocablo; Mesmer y Cagliostro; los milagros, lo que aún no se sabe, lo que guarda letal en su seno la Naturaleza es acogido por el vulgo y a veces por el hombre docto, ataviado con extravagante y ridícula vestidura; que es el progreso actual a través de los páramos de lo infinito, generosa cruzada contra la caricatura.

Tal ligazón estrecha al arte con la sociedad, bifurcada en sus tres ramas histórica, filosófica y científica, que mejor que la clasificación cronológica para marcar las distintas épocas, serviría la clasificación literaria. El arte, que se hace, y por eso es propiamente arte que nunca se concluye, no es filosofía, no es historia, no es ciencia ni nada que se separe de la ciencia, de la historia y de la filosofía; porque son asuntos artísticos el estudio de los momentos psicológicos que acompañan a la creación del genio, la indecisión del poeta, las consecuencias de la utopía; porque dentro de la esfera artística caben las pasiones y los motivos que incitaron a los hombres a realizar hechos, y porque la resolución de un teorema y el eureka sublime del matemático son manifestaciones del arte. Fácil será, pues, recordando lo anteriormente dicho, encontrar y diversificar las caricaturas artísticas.

Tales son Esopo, el pensador contrahecho; el cínico dios del mundo del tonel; el Tersitas de la Ilíada, un inoportuno; Cleón el canalla; el choricero, más canalla que Cleón; el bufón eunuco del sentido común; Don Quijote, un loco; Sancho Panza, otro loco; Pierrot, un imbécil; Arlequín, un epigrama con sable de madera; Pantalón, un viejo verde, y Falstaff, que, como los animales, no tiene más que el instinto. Ya él lo dice: «¡Qué gran recurso es esta palabra! Yo soy cobarde por instinto». Todas las caricaturas son, pues, realidades mutiladas; no son, como el tipo, agrupaciones que in mente hace el genio: son verdades a retazos, fraccionarios pensamientos, latidos desacordes, temblores y sacudidas que hieren a la lógica y que ¡ay del mundo si fueran continuados!

Porque no lo son, en la escena aparecen breve rato y luego se retiran. Sólo Víctor Hugo, con un genio que asombra, ha hecho de Triboulet, que es una caricatura, un tipo. Quizás ha exagerado las afecciones del sentimiento: si, ateniéndose más a la realidad, el bufón hubiera sido más humano, más marcados estarían los lindes que separan lo real de lo ridículo. Este vacío debe llenarlo el naturalismo contemporáneo.

En la obra moderna, la caricatura es aquel personaje que dice cuatro palabras, que anima el cuadro; la caricatura no es ni puede ser la obra. El género bufo, que ha trasformado lo permanente en transitorio, se ha apartado del recto camino, y prescindiendo de la verdad necesaria, como condición primera en el arte, constituye lo bufo una expresión rudimentaria, es la caricatura del arte, su pasión y su muerte.

Tantas sombras que afean el horizonte, tantas nubes que velan el sol, ¿desaparecerán? La piqueta, al sacar a luz un nuevo conocimiento, ¿engendrará nueva confusión y nueva duda? Por de pronto, la verdad es más tangible, la luz alumbra más, disipa las preocupaciones y prejuicios, y siquiera como ideal, sólo como ideal, podemos llegar a un instante de sano juicio y buena razón, en que demos de mano el informe conocimiento en que, agrupadas las individualidades, en todas claro y distinto se dibuje el carácter en que, al revés de los antiguos que se entretenían en hacer dioses, más modestos los modernos, nos contenemos con hacer hombres.

El niño, para quien todo aparece en la vida teñido con risueños colores, juega con las pasiones más huracanadas y con los dolores más agudos, entre francas y alegres sonrisas. Se ríe de la vida humana encarnada en un muñeco; de la desoladora invasión de un ejército de soldados de plomo; de los dislocados miembros de un polichinela. Así también, sin ir a buscar a las grandes fuentes de la humanidad, materia para la caricatura, en más reducido espacio, sin afán de trascendencia, que es hoy la enfermedad más cruel, entre alegres y francas sonrisas, como el niño, esboza la ridiculez estereotipada en agradables figuras el caricaturista propiamente tal.

No revisten sus obras importancia; mueren pronto, muy pronto: pasada la oportunidad, aquellas líneas curvas y desiguales nada significan. Su éxito por el momento es loco: rinden parias a la moda y son ídolos del vulgo; todo lo sacrifican para obtener una carcajada.

Allá por los albores del siglo XVIII, en la industriosa Inglaterra, que elaboraba filosofía para venderla a alto precio en el mercado de París, ¿con qué gracia no satirizaba William Hogarth la desenfrenada vida del libertino a caza de perecederos placeres, la alegre existencia de la cortesana, gastando su cuerpo después de haber derrochado su alma? Y el sufragio, ¿qué personajes no proporciona al artista?... La vida parlamentaria tiene sus defectillos, y el lápiz del dibujante los señala marcadamente, riéndose de ellos los reaccionarios y los no reaccionarios, aplaudiendo los primeros la caricatura, y los segundos al caricaturista.

Toda aquella agrupación de currutacos y monjas, de majas y frailes, de toreros y aristócratas, adquiere vida y realce en el crisol de Goya. Complacencia sin igual produce la contemplación de los abigarrados actores de aquella entretenida comedia. La galería de Henri Monnier excita la hilaridad; y olvidando los instintos humanitarios de espectador, se ríe a mandíbula batiente de los veteranos del Imperio que trazó el lápiz de Charlet, de los héroes de la tragedia bonapartista con sus impertinentes recuerdos y su tradicional tabaquera, parodia viva de Jena y Austerlitz.

Daumier dibujaba caricaturas que eran cuadros. Algunas no merecen ser consideradas como tales; son, más que caricaturas, tipos dignos de Molière. ¡Qué impresión no produce el anticuario, el amateur, reclinado en cómodo sillón, recostada la cabeza y fijos los ojos en una Venus mutilada! La estatua griega es su vida toda; encierra todas sus aspiraciones, y sólo ante aquel trozo de mármol pentélico evoca el Olimpo que se fue, vaga por el Pindo, sueña con las márgenes del Alfeo, y el aire que penetra por las junturas de su ventana le parece el ritmo de una oda anacreóntica; y cuando en la calle crece el bullicio, sin armonía como es, lo compara a un himno falofórico, y cree oír rechinar las ruedas de la carretera del viejo Théspis.

Mas así como las grandes producciones humanas en el terreno de la extravagancia siempre ofrecen su mismo carácter, y el hombre más pigmeo puede reírse de ellas; cuidado y moderación se exige aún para el más gigante en el sarcasmo y en la sátira. La caricatura, como Aquiles, tiene también su talón vulnerable.

Debureau, el bohemio de los bulevares de París, que hacía furor el siglo pasado en los teatros de los funámbulos; el Pierrot, tal como los oscos lo presintieron, fue un día insultado por un obrero, que en él no veía a un ser humano, sino a un muñeco de polvoreada faz, de ojos abiertos, boca desmesuradamente grande, y alma, como la cara, empolvada. El cómico apareció como hombre, y mató al obrero.

Aquel ser extraño abrazaba los dos extremos de la caricatura. Por eso, al recordar el crimen, Debureau lloraba y Pierrot reía.





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