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Presentación

     Este V centenario del nacimiento de Carlos V nos ha dado, junto con grandes Congresos y magnas exposiciones, no pocos artículos y algunos libros en los que los historiadores de media Europa han expresado su opinión sobre el Emperador: Recordemos, a bote pronto, algunas de las figuras más destacadas: el inglés John Elliott, el francés Joseph Pérez, el austríaco Alfred Kohler. Y curiosamente, frente a la avalancha de las conmemoraciones de aquella época, como un homenaje de esa media Europa a la figura del gran Emperador, lo que estos notables historiadores vienen a decirnos es que no nos engañemos: no estamos ante un hombre de su tiempo, no ante un príncipe del Renacimiento, sino ante una figura medieval. Fue un gran fracasado, se dice y se reitera, por cuanto ni consiguió reducir la herejía luterana ni emprender la cruzada contra el Turco; los dos objetivos que se había marcado al principio de su gobierno imperial. Y en cuanto a la estampa del gran viajero, de la que él tan orgulloso estaba, como se puede ver en su discurso de abdicación, hecho en Bruselas en 1555, y que hasta ahora se venía teniendo como una de las pruebas de su sacrificio por aquella Europa a la que quería mantener unida, se nos da esta otra ingeniosa versión: en realidad, más hay que considerarlo, no como el que quiere estar presente en todas partes, sino como el gran ausente, dado que cuando estaba en cualquiera de sus reinos, forzosamente no se hallaba en los demás. Finalmente, se nos dice, verlo y considerarle como un precursor de la actual Europa, que tanto se afana por su unidad, es superficial -tal es la expresión-, porque entre otras cosas, Carlos V pretendía construir una Europa basada en la enemistad con Francia, a la que había que marginar.

     Con lo cual, lo primero que nos llama la atención es cómo, pese a juicios tan adversos, se siguen celebrando estos homenajes al Emperador, arrancando desde Bélgica, para pasar por los Países Bajos, Alemania, Italia y España. Y lo que es más sorprendente: la popularidad que esos homenajes adquieren tanto entre los belgas como entre los holandeses, entre los alemanes como entre los italianos, y por supuesto entre los españoles.

     Ante tal contraste, he considerado que quizás fuera oportuno añadir el juicio de un historiador español, que lleva más de medio siglo trabajando sobre la España de los Austrias. No ciertamente, en soledad, sino acompañado por un excelente equipo de jóvenes investigadores, en especial a partir de mi incorporación, en 1965, a la cátedra de Historia Moderna de la Universidad de Salamanca.

     ¿Cómo olvidar ahora esos colaboradores y sus nombres? A bote pronto me vienen al punto a la memoria algunos tan queridos como José Ignacio Fortea, Baltasar Cuart, Pilar Valero, Julio Sánchez, Ángel Rodríguez, Luis Enrique Rodríguez-San Pedro, Ana María Carabias, José Carlos Rueda, José Luis de las Heras, Serafín Tapia, Clara Isabel López Benito, Lola de Jaime, Jacinto de Vega. Todos colaborando con un entusiasmo admirable en mis proyectos de extensión cultural, de dar al pueblo una imagen de aquella España de los Austrias, y todos -o casi todos- realizando espléndidas Tesis doctorales sobre los más variados aspectos de aquella época, tanto políticos como socio-económicos o culturales. Sin olvidar a los que ya me habían acompañado en mi etapa de Profesor de la Universidad Complutense: Juan Ignacio Gutiérrez Nieto y Ana Díaz Medina.

     Sería precisamente Ana Díaz Medina, actualmente Profesora Titular de Historia Moderna de la Universidad de Salamanca, la que me acompañaría cuando troqué la Universidad madrileña por la salmantina, y la que se convertiría desde el primer momento en mi principal colaboradora, en especial para la puesta a punto del Corpus documental de Carlos V (Salamanca, 1973-1981, 5 vols.), que bien puede considerarse como una de las mayores aportaciones para el conocimiento de la personalidad del Emperador, con sus centenares de cartas inéditas, en particular las dirigidas a la Emperatriz, su esposa, y a sus hijos Felipe, María y Juana.

      Y he de decir, a este respecto, que fue la lenta transcripción de aquella masa documental, y en particular las postdatas autógrafas de Carlos V, de tan intrincada lectura, lo que me metió más y más en el mundo carolino, en sus afanes europeos, en las tremendas dificultades con que se encontró, en la decisión con que las afrontó, incluso con riesgo notorio de su vida, y en los logros que consiguió. No todo lo que quiso, evidentemente, pero sí al menos lo bastante para que la palabra fracaso, unida a su tarea imperial, resulte notoriamente desproporcionada.

     Y ello por un inadecuado enfoque de los problemas. Así, en la pugna con el Turco, ¿cómo considerar fracasado al que salva a Viena, obligando a retroceder a Solimán en 1532? ¿O al que libera a Italia de las acometidas de Barbarroja, arrojándolo de Túnez en 1535? Y en ambas ocasiones, acaudillando Carlos V un notable ejército en el que están representados los pueblos de media Europa: alemanes como italianos, belgas como holandeses y, por supuesto, españoles. E1 sacrificio de un tercio viejo español, defendiendo el enclave imperial de Herzeg Novi, en plena costa dálmata en 1539, fue cantado por los poetas italianos tanto como por los españoles; díganlo sino los versos de Luigi Tansillo, aquí a recordar junto con los de Gutierre Cetina,

«... in lode di quei tre mila soldati spagnuoli, che
furon morti da turchi a Castel Nuovo della Bosna...»

     Y en cuanto al fracaso ante la Reforma, habría al menos que considerar que no fue suya la responsabilidad, ya que no era suya la última decisión, sino de Roma. Carlos V no podía hacer más, a ese respecto, que convocar a los teólogos católicos y luteranos, para que llegaran a un acuerdo, y eso lo intentó una y otra vez. La solución vendría en las jornadas de Augsburgo de Octubre ¡de 1999! Evidentemente, un poco tarde. Pero de ello él evidentemente no sería culpable.

     Poco voy a replicar sobre aquello de que en vez de encontrarnos ante el gran viajero hay que destacar al gran ausente. Está claro que la época le admiró por ese afán suyo de ponerse una y otra vez en camino, y no sólo para ver y ser visto por sus súbditos, sino también para entrevistarse en la cumbre -¡algo tan actual!- con los reyes y los papas de su tiempo, y precisamente con un esfuerzo para que la diplomacia hiciese buena la paz, ahuyentando la guerra, tal como terminó en su discurso en la Roma de 1536 frente al papa Paulo III y al Colegio Cardenalicio: que él lo que quería sobre todas las cosas era la paz. Y lo repetiría una y otra vez: la paz, la paz, la paz.

     Se dice también que Carlos V no pensaba en Europa, que para él no era más que una expresión geográfica, sino en la Cristiandad. Asombroso. ¿Pues cómo? ¿Acaso esa Cristiandad estaba en los arenales saharianos o en las alturas del Himalaya? En aquellos tiempos, Europa y Cristiandad venían a ser términos sinónimos, como no podía ser de otro modo. Era la Europa cristiana, y ésa era la que Carlos V trataba de amparar y defender.

     Ahora bien, ¿una Europa excluyendo a Francia? Quien tal cuestión afirme demuestra conocer muy mal los textos carolinos.

     En efecto, durante todo su reinado procuró Carlos V mantener la paz con Francia. Trató por todos los medios de evitar la primera ruptura, en 1521, pero nada pudo hacer ante el hecho consumado de la invasión de Navarra por Francisco I. Tras la victoria de Pavía sólo exigió la devolución de aquel ducado de Borgoña, que en un reciente pasado había sido arrebatado a su bisabuelo, Carlos el Temerario, por los franceses, pero incluso renunciaría a esa pretensión en 1529 con tal de afianzar esa paz por la que suspiraba. Y no por otra razón negoció la boda de su hermana Leonor con el rey galo. En fin, puede afirmarse que esa fue una constante de su política europea: buscar la paz con Francia. Y eso lo reflejaría llanamente en las Instrucciones que dejó a su hijo Felipe en 1539, cuando el Príncipe quedó como su lugarteniente en España.

     Son unas instrucciones que rezuman sinceridad. Carlos abre, como si dijéramos, su pecho a su hijo, y le dice:

«Cuanto al rey de Francia, nuestro cuñado, Dios sabe que Nos no habemos sido promotor de las guerras pasadas entre nosotros, y que dellas nos ha siempre en gran manera desplacido... , y que habemos buscado todos los medios ... para volver en amistad con él ...»

     ¿Cuál es el consejo que dará a su hijo? ¿Acaso que le buscara las vueltas al soberano francés? A1 contrario. Felipe será gravemente advertido que, sobre aquellas treguas que entonces se vivían, hiciera todo lo que estuviera en su mano para mantenerlas. Y eso en estos solemnes términos:

     «Nos amonestamos, requerimos y exhortamos al dicho Príncipe, nuestro hijo, que haga todo lo que le sea posible convenientemente para conservarla, confirmarla y establecerla con el dicho señor Rey (Francisco) y sus hijos...»

     Cierto era que los agravios no habían sido pocos (en especial, las reiteradas alianzas de Francisco I con el Turco), pero la paz bien valía ese sacrificio. Y es cuando Carlos V expresa con nitidez la importancia que concedía a Francia en Europa:

«En esto señaladamente el dicho Príncipe, nuestro hijo, haya y tenga muy grande y continuo cuidado y respeto, así por la honra y servicio de Dios y bien público de la Cristiandad, y respetando el lugar que el dicho señor Rey y sus hijos tienen en ella...»

     ¿Dónde queda ese pretendido afán del Emperador de una Europa a espaldas de Francia? Lo que ocurre es que Carlos V tenía una idea de una Europa en armonía (él hablará, claro, de Cristiandad, pero ¿qué otra cosa era entonces Europa?) y eso chocaba con el agresivo nacionalismo que representaba la Francia de Francisco I.

     Lo cual viene a cuento del debate sobre un Emperador medieval, superado por los modernos nacionalismos. ¿Lo medieval frente a lo moderno? Pero no es esa la cuestión. Más bien habría que plantearlo entre lo anticuado y lo actual. ¿Quién aboga, en la Europa de nuestros días, por un rebrote de los nacionalismos? Sólo los fanáticos. No es esa la Europa con la que se sueña, sino precisamente una Europa donde tengan cabida todas sus naciones, pero en paz y armonía, no enzarzada en guerras intestinas.

     Pues bien, eso mismo era lo que anhelaba Carlos V.

     Y eso es lo que da tanto valor a su legado. Eso es lo que le hace ser tan actual. Y no es preciso enredarse con los términos o con juicios sobre si lo hemos de considerar o no como un protoeuropeo.

     Nos basta con reconocer la validez de su mensaje, la validez de su legado, incrementado además por otra valiosísima aportación: que siempre consideró que la política no podía divorciarse de la moral. Era lo que exigía su código de conducta caballeresca, algo que para algunos puede parecer desfasado, pero que siempre ha de encontrar un eco en cualquier hombre de bien.

    Por todo ello me atrevo a repetir, en esta breve introducción para la página sobre Carlos V que abrirá en Internet la Biblioteca Virtual Cervantes, y que tan gentilmente me ha pedido mi gran amiga y antigua alumna, la profesora Ana María Carabias Torres, que esa Europa común que ahora estamos levantando, hay que afianzarla sobre su común historia. Y que en esa historia común de todos los europeos, la figura de Carlos V se alza como una referencia imprescindible.

     Porque el que anduvo todos los caminos de la Europa occidental, el que puso una y otra vez su vida al tablero en pro de aquella Europa cristiana, es ya un patrimonio de todos los europeos.



Salamanca, 4 de septiembre de 2000

Manuel Fernández Álvarez

De la Real Academia de la Historia



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