La configuración de la Monarquía Hispánica parte
desde el mismo momento en el que confluyen ambos conceptos. Ese momento no puede ser otro que la aparición en la Península
de un poder, estructurado bajo una entidad de índole monárquica
(ejercicio personal de la soberanía, con carácter vitalicio y/o hereditario), que abarca la mayor parte de lo que
los romanos vinieron en llamar Hispania. Su independencia de cualquier
otro poder le confiere una singularidad que provoca el inicio de
una verdadera historia propia.
Tras
estas apreciaciones, entendidas como justificación del inicio
de nuestra página web en los reyes visigodos, deseamos en
esta presentación realizar un somero, y por lo tanto incompleto,
repaso a la concatenación de los distintos apartados que
encontraremos en ella.
A
pesar de la relativa poca importancia que se le ha concedido al
periodo de los reyes visigodos, no debe perderse de vista que introdujeron
buena parte de las características que la monarquía
mantendrá durante varios siglos. Si bien la tradición
goda establecía la elección en asamblea del rex (título
concedido por los últimos gobernantes romanos), desde su
establecimiento en suelo peninsular ya intentaron establecer una
sucesión dinástica, si bien nunca lo lograron de manera
efectiva.
El poder ya se definía como absoluto e ilimitado, con facultades
casi completas en materia de legislación, gobierno, guerra
y justicia. La Iglesia, por su parte, pronto alcanzó una
alta cuota de poder y de ascendencia sobre la monarquía.
Dos momentos aparecen como clave del periodo: el reinado de Leovigildo
(unificación territorial y étnica, con la derogación
de la prohibición de los matrimonios mixtos - hispanoromanos
y germanos -) y el de Recaredo (unificación religiosa a través
de su conversión al catolicismo).
El año 711 aparece en la Historia de España como una
de esas fechas clave a que tan aficionados eran nuestros viejos métodos escolares. Pero los nuevos no
han hecho perder su gran importancia. La entrada de un nuevo poder
extraño en la Península, los musulmanes, provocan
el derrumbe del poder visigodo y la creación de una nueva
entidad política: al-Andalus.
Este periodo muestra características bien distintas en su trascendencia
histórica en cuanto a lo manifestado en la época visigoda:
su influencia en la configuración posterior del poder fue
mínima, pero su legado cultural (en todo lo que ello incluye)
fue incalculable.
Tras un primer periodo de vinculación al poder omeya de Damasco
(con delegados, llamados walíes, dependientes de la provincia
de Kairuan), con la llegada a la península de Abd-al-Rahman,
príncipe omeya huido tras la rebelión Abbasida, se
vuelve a establecer un poder propio en Hispania con la adopción
del título de emir. Un nuevo paso se produce en 929 con la
titulación como califa de Abd-el-Rahman III, lo que desvinculaba,
también a nivel religioso, a la península de cualquier
poder externo.
No más de un siglo duró esta situación. En 1031
se produce la crisis del régimen califal y su fragmentación
en poderes locales (taifas), que, sin embargo, no hicieron disminuir
el desarrollo cultural. Tan sólo cinco décadas más
tarde (1086) una parte de estos reinos reclaman la ayuda de los
almorávides (dinastía bereber que controlaba en aquel
momento el Mogreb musulmán) que dirigen la política
de recuperación territorial hacia el norte cristiano.
En 1144 el poder almorávide se diluye en el territorio musulmán
peninsular y los reinos taifas recuperan su esplendor. Poco duradero
fue este periodo turbulento, conocido como los segundos reinos taifas,
ya que sólo tres años más tarde (1147) la nueva
dinastía dominante en el norte de África, los almohades,
entran en Sevilla. El poder almohade fue siempre débil, frente
a la expansión cristiana y frente a los poderes locales musulmanes,
sufriendo un duro golpe con la derrota de las Navas de Tolosa (1212).
Coetáneamente al desarrollo de al-Andalus, se produce la creación de diversos
núcleos de resistencia en el norte de la península, que se desarrollaran dando lugar a los reinos cristianos medievales.
Una idea cabe remarcar desde el inicio, ella marcará además
la posterior historia de España hasta la actualidad, la fragmentación
de las estructuras políticas.
Diferentes causas provocaron la creación de dicha pluralidad política,
o si se quiere la no creación de una única entidad:
unas de índole geográfico (la separación producida
por un relieve accidentado), otras de carácter étnico-histórico
(la pervivencia de estructuras prerromanas en determinados casos),
la especialización económica, la diferente influencia
de la Iglesia católica o la aparición de factores
externos como el imperio carolingio.
En el siglo VIII y principios del IX se consolida el reino asturiano
que inicia su expansión durante los siglos IX y X hacia el
valle del Duero (con la formación de ciudades como Braga,
Oporto, Zamora, Burgos, Toro, etc). Para potenciar esta expansión
se traslada la capital a León, con lo que comienza a ser
conocido como el reino de León.
Desde mediados del siglo VIII, el reino astur venía repoblando
su extremo oriental (N. de la actual provincia de Burgos) para defenderlo
de los ataques musulmanes del valle del Ebro. Se crea así
el Condado de Castilla. La estructura social, apoyada en la pequeña
propiedad, y una legislación propia, le dan un carácter
diferenciado del poder central. Estas características y la
debilidad interna del reino leonés en el siglo X, facilitarán
la independencia del condado (960) con el conde Fernán González.
A principios del siglo XI, el condado queda incorporado por matrimonio
a Navarra, siendo rey Sancho el Mayor de Navarra. A su muerte (1035),
Castilla es heredada por su hijo Fernando que toma el título
de rey, apareciendo así el reino de Castilla.
El núcleo de Navarra estaba situado estratégicamente
entre los pasos pirenaicos y el Ebro. Tras una primera fase de dominio
vascón y de los muladíes aragoneses, en el siglo X
la familia de los Jimena instauró una monarquía feudal
con apoyo franco y extendió sus tierras hasta el Ebro. La
máxima expansión sucede en el reinado de Sancho III
el Mayor (1004-1035): hacia el este con la ocupación de los
condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza (N. de las actuales
provincias de Huesca y Lérida); hacia el oeste ocupó
el País Vasco y el condado de Castilla. Pero, a su muerte
dividió el reino entre sus hijos: García heredó
el reino de Navarra, Fernando el de Castilla y Ramiro el de Aragón.
El territorio del Pirineo central, constituido por los condados de
Aragón, Sobrarbe y Ribagorza, fluctuó hasta la muerte
de Sancho III el Mayor de Navarra entre la influencia franca, musulmana
y navarra. Con Ramiro I se integran los tres condados formándose
el reino de Aragón. Con sus sucesores se llega a la conquista
y repoblación de Huesca y Zaragoza, situando sus fronteras
en el Ebro.
La parte más oriental fue una zona de pugna entre francos y
musulmanes hasta el siglo IX. Carlomagno creó la Marca Hispánica,
estructurada en cinco condados (Barcelona, Gerona, Ampurias, Rosellón
y Urgel-Cerdaña). Pero, el condado de Barcelona acabó
por imponerse sobre los restantes y consiguió la independencia
de los reyes francos con Borrell II a mediados del siglo X.
Durante la época de expansión hacia el sur (siglos XI al XV),
estos estados tuvieron una evolución bien distinta. En la
parte occidental, desde la aparición de Castilla como reino
con Fernando I (1035), que se anexiona por conquista el de León,
ambos reinos permanecen unidos hasta la muerte de Alfonso VII (1157)
en que vuelven a separarse. Será Fernando III (1217) quien
los unifique definitivamente. Con anterioridad, en 1143, Portugal
se convierte en Reino independiente.
Por otra parte, dificultades internas, la expansión de Castilla
por el oeste y la aragonesa por el este, bloquearon el avance navarro,
que no pudo ensanchar sus fronteras, cayendo frecuentemente bajo
la influencia francesa.
La tendencia de Aragón hacia el Mediterráneo y la del
comercio catalán a crearse un área de influencia económica,
facilitó la unión de los dos estados en uno nuevo,
la Corona de Aragón, en el que cada uno de sus componentes
conservó sus características particulares. La unión
se produjo con el matrimonio del conde Ramón Berenguer IV
con la princesa aragonesa Petronila en 1137. Tras la conquista de
Mallorca (1229) se incorporará primero dentro de Cataluña,
para pasar a independizarse como Reino fuera de la Corona de Aragón
en 1262 y volver a la Corona aragonesa, pero como reino particular
en 1334. Tras la conquista de Valencia se creó el reino de
Valencia (1240) que se integró en la Corona de Aragón.
En la segunda mitad del siglo XV, un nuevo acontecimiento provocará,
si bien a medio plazo, la simplificación (y por tanto unificación)
de las estructuras políticas medievales: el matrimonio del
príncipe Fernando, hijo de Juan II de Aragón, y la
princesa Isabel, hermana de Enrique IV de Castilla, conocidos, tras
su no poco conflictivo acceso a sus respectivos tronos, como los
Reyes Católicos. La unión dinástica no implicó
la unificación política, pues cada estado conservó
sus estructuras políticas, económicas, peculiaridades
culturales y ámbito de influencia internacional. Paralelamente,
ampliaron los dominios de la monarquía: entre 1484 y 1496
conquistaron las Canarias, en 1492 el reino de Granada, en 1512
ocuparon militarmente Navarra y desde 1492 se había iniciado
la conquista y colonización de las Indias occidentales (América).
Tras
una serie de vicisitudes familiares, el primogénito de la
princesa Juana (casada con el archiduque Felipe el Hermoso),
conocido como Carlos I de España y V de Alemania, logró
unificar finalmente bajo un mismo poder el conjunto de territorios
que habían pertenecido a la Corona de Castilla y a la Corona
de Aragón, además de la herencia paterna (los Países
Bajos y el Franco Condado y la de su abuelo paterno (Austria, Estiria
y el Tirol). Para finalizar, en 1519 fue elegido emperador del Sacro
Imperio Romano Germánico. Nacía así la época
de los Austrias.
En 1556, el emperador Carlos V decidió retirarse del gobierno
de tan vastos territorios, cediendo sus reinos a su hijo Felipe
II, con excepción del Imperio y sus posesiones austriacas,
que pasaron a su hermano Fernando. Felipe II amplió, en cambio,
los territorios peninsulares y coloniales con su coronación
como rey de Portugal en 1580.
Los llamados Austrias menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II) no
pudieron mantener el poderío internacional alcanzado por
la Monarquía Hispánica con sus predecesores y comenzó
el lento goteo de pérdidas territoriales: desde 1621 (aunque
no reconocida oficialmente hasta 1648) las Provincias Unidas, desde
1640 (tampoco reconocida hasta 1668) Portugal y sus colonias, y
en 1659 el Rosellón y varias plazas en los Países
Bajos.
El siglo XVIII comenzó con la entronización de la dinastía
de los Borbones, en la persona de Felipe V. Logró consolidar
su corona tras la Guerra de Sucesión (aunque perdió
el resto de territorios europeos no peninsulares), en la que se
opusieron tanto las potencias contrarias a la presencia de un francés
en la Monarquía Hispánica como los territorios de
la Corona de Aragón. La abolición de los fueros de
ésta inició un proceso de centralización y
de reforma de la administración no finalizado en su totalidad.
Con Carlos III, se alcanzaron nuevos objetivos reformistas, ya dentro
de los presupuestos del despotismo ilustrado. Los últimos
años del siglo XVIII y los primeros del siglo XIX están
marcados por el impacto de la Revolución Francesa y la época
napoleónica. Durante ella se produce el paréntesis
del reinado de José I, pero la derrota de Napoleón
provoca el retorno de los Borbones en la persona de Fernando VII.
Pero
una nueva concepción del poder se había introducido
en Europa y el mundo occidental: el liberalismo. En España
ni el mencionado Fernando VII ni su hija y sucesora Isabel II lograron
entender plenamente el alcance de dicha ideología. Sólo
el estallido revolucionario de 1868, y el nuevo paréntesis
en la época borbónica que suponen el reinado de Amadeo
I de Saboya y la Primera República, permiten la asunción
plena de los presupuestos políticos del liberalismo más
puro.
El
fracaso de esta experiencia plenamente liberal dio lugar a la Restauración
borbónica en 1874 con la coronación de Alfonso XII,
hijo de Isabel II, y el intento de creación de un sistema
político, en apariencia liberal, pero dominado por la corrupción
electoral y el caciquismo.
Estos
problemas políticos, sumados al advenimiento de nuevas ideas
políticas que el sistema no podía controlar (el movimiento
obrero y el nacionalismo catalán y vasco) y a una crisis
ideológica iniciada en 1898, provocaron un inicio de siglo
XX convulso y amenazador. El periodo 1917-1923 supuso la culminación
de dicho proceso. La dictadura del general Primo de Rivera (1923-1930),
aunque con Alfonso XIII como rey de España, inicia una pendiente
cada vez más volcada hacia el enfrentamiento civil. La Segunda
República (1931-1936) pretende un último intento de
modernización del país y de solución democrática
a la crisis social, económica e ideológica, pero en
julio de 1936 las fuerzas más reaccionarias, comandadas por
militares educados en las guerras coloniales de Marruecos, acaban
con semejantes esperanzas.
Tras
dicho enfrentamiento, conocido como Guerra Civil española
(1936-1939), que también tuvo mucho de ensayo para la Segunda
Guerra Mundial, se abre, sin duda, el periodo más negro no
sólo de la historia contemporánea de España
sino de toda ella: la dictadura franquista (1939-1975).
Como
en otras ocasiones, durante dicho periodo llegó un momento
en que se produjo una separación entre la España oficial,
fascistizada, militarizada, clerical y absurda, y una España
real, una sociedad cada vez más europea, moderna y laica.
Quien debía ser el sucesor del franquismo, tras haber dejado
el dictador todo "atado y bien atado", pronto reconoció que
ésta última era la que debía triunfar y sacar
a España de su secular atraso. Se abría así
una época de esperanza: el reinado de Juan Carlos I. Por
fin España se encontraba, tras una modélica transición,
a un nivel semejante al del resto de Europa.